Texto del Evangelio (Lc 19,11-28): En aquel tiempo, Jesús estaba cerca de Jerusalén y añadió una
parábola, pues los que le acompañaban creían que el Reino de Dios aparecería de
un momento a otro. Dijo pues: «Un hombre noble marchó a un país lejano, para
recibir la investidura real y volverse. Habiendo llamado a diez siervos suyos,
les dio diez minas y les dijo: ‘Negociad hasta que vuelva’. Pero sus ciudadanos
le odiaban y enviaron detrás de él una embajada que dijese: ‘No queremos que
ése reine sobre nosotros’.
»Y sucedió que, cuando regresó, después de recibir
la investidura real, mandó llamar a aquellos siervos suyos, a los que había
dado el dinero, para saber lo que había ganado cada uno. Se presentó el primero
y dijo: ‘Señor, tu mina ha producido diez minas’. Le respondió: ‘¡Muy bien,
siervo bueno!; ya que has sido fiel en lo mínimo, toma el gobierno de diez
ciudades’. Vino el segundo y dijo: ‘Tu mina, Señor, ha producido cinco minas’.
Dijo a éste: ‘Ponte tú también al mando de cinco ciudades’. Vino el otro y
dijo: ‘Señor, aquí tienes tu mina, que he tenido guardada en un lienzo; pues
tenía miedo de ti, que eres un hombre severo; que tomas lo que no pusiste, y
cosechas lo que no sembraste’. Dícele: ‘Por tu propia boca te juzgo, siervo
malo; sabías que yo soy un hombre severo, que tomo lo que no puse y cosecho lo
que no sembré; pues, ¿por qué no colocaste mi dinero en el banco? Y así, al
volver yo, lo habría cobrado con los intereses’.
»Y dijo a los presentes: ‘Quitadle la mina y
dádsela al que tiene las diez minas’. Dijéronle: ‘Señor, tiene ya diez minas’.
‘Os digo que a todo el que tiene, se le dará; pero al que no tiene, aun lo que
tiene se le quitará. Y aquellos enemigos míos, los que no quisieron que yo reinara
sobre ellos, traedlos aquí y matadlos delante de mí’». Y habiendo dicho esto,
marchaba por delante subiendo a Jerusalén.
«Negociad hasta que vuelva»
Comentario: P. Pere SUÑER i Puig SJ (Barcelona,
España)
Hoy, el Evangelio nos
propone la parábola de las minas: una cantidad de dinero que aquel noble
repartió entre sus siervos, antes de marchar de viaje. Primero, fijémonos en la
ocasión que provoca la parábola de Jesús. Él iba “subiendo” a Jerusalén, donde le
esperaba la pasión y la consiguiente resurrección. Los discípulos «creían que
el Reino de Dios aparecería de un momento a otro» (Lc 19,11). Es en estas
circunstancias cuando Jesús propone esta parábola. Con ella, Jesús nos enseña
que hemos de hacer rendir los dones y cualidades que Él nos ha dado, mejor
dicho, que nos ha dejado a cada uno. No son “nuestros” de manera que podamos
hacer con ellos lo que queramos. Él nos los ha dejado para que los hagamos
rendir. Quienes han hecho rendir las minas —más o menos— son alabados y
premiados por su Señor. Es el siervo perezoso, que guardó el dinero en un
pañuelo sin hacerlo rendir, el que es reprendido y condenado.
El cristiano, pues, ha
de esperar —¡claro está!— el regreso de su Señor, Jesús. Pero con dos condiciones,
si se quiere que el encuentro sea amistoso. La primera es que aleje la
curiosidad malsana de querer saber la hora de la solemne y victoriosa vuelta
del Señor. Vendrá, dice en otro lugar, cuando menos lo pensemos. ¡Fuera, por
tanto, especulaciones sobre esto! Esperamos con esperanza, pero en una espera
confiada sin malsana curiosidad. La segunda es que no perdamos el tiempo. La
espera del encuentro y del final gozoso no puede ser excusa para no tomarnos en
serio el momento presente. Precisamente, porque la alegría y el gozo del
encuentro final, será tanto mejor cuanto mayor sea la aportación que cada uno
haya hecho por la causa del reino en la vida presente.
No falta, tampoco
aquí, la grave advertencia de Jesús a los que se rebelan contra Él: «Aquellos
enemigos míos, los que no quisieron que yo reinara sobre ellos, traedlos aquí y
matadlos delante de mí» (Lc 19,27).
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