—En la vocación, es uno mismo el que debe
responder y, por tanto, el único responsable ante Dios. ¿Eso no supone que deba
surgir como algo espontáneo, que se me tenga que haber ocurrido a mí? ¿No te
parece que, si me lo ha sugerido otro, es un descubrimiento forzado y, por
tanto, antinatural?
Tu punto de
partida es perfectamente razonable. Nadie debe atosigarte, ni coartar tu
libertad, ni quitarte el protagonismo que, evidentemente, debes tener en todo
el proceso de discernimiento de tu vocación. Pero eso no quita que alguien te
pueda o deba aconsejar algo, o que pueda estimularte a ser generoso. La
cuestión clave es a qué te llama Dios, y no si se te ha ocurrido a ti solo, o a
ti primero, o sin que nadie te diga nada. Debes ser tú el protagonista, pero
puede haber personajes secundarios. No eres tú el director de la película, sino
Dios.
Debes hablarlo
con Dios, pues el compromiso es con Él. Y sabes de sobra que entregarse a Dios
no es decir que sí a la persona que te lo ha planteado, sino decir que sí a
Dios. No es una persona que te intenta convencer de algo, sino una persona que
te ayuda a ponerte frente a tu responsabilidad delante de Dios.
En el
Evangelio puede leerse bien claro que los discípulos fueron elegidos por el
Maestro. No se presentaron voluntarios. La clave de toda vocación no es la
iniciativa humana personal, sino una misteriosa iniciativa de Dios. No tenemos
que exigir explicaciones a Dios, o imponerle un modo de dirigirse a nosotros,
puesto que es Él quien llama y puede hacerlo como desee, también a través de
otras personas.
—¿Y cómo sabes tú que Dios quiere hacerlo así?
Veo que lo
hace en bastantes casos recogidos en el Evangelio, en los que llama a través de
otras personas. Fue Andrés quien condujo hasta Jesús a su hermano Pedro. Jesús
llamó a Felipe, pero Felipe a Natanael. Por eso insistía Juan Pablo II en que “no
debe existir ningún temor en proponer directamente a una persona joven o menos
joven la llamada del Señor. Es un acto de estima y de confianza. Puede ser un
momento de luz y de gracia”.
Lo normal es
que descubramos la llamada de Dios en las palabras o los hechos de otras
personas, y por eso es fundamental tener el oído atento, saber leer entre
líneas, reconocer la voz de Dios, venga de quien venga. Peter Berglar, un
prestigioso profesor de Historia Moderna en la Universidad de Colonia, siempre
contaba con emoción cómo, un día de invierno de 1974, acudió a su despacho un
estudiante que quería consultarle sobre diversos puntos referentes a sus
clases. Al terminar, estando ya los dos de pie, su alumno le preguntó: “¿Cree
usted, señor profesor, que Dios es el Señor de la historia?”. El profesor
Berglar se volvió a sentar, un tanto desconcertado por la pregunta. Aquello fue
el inicio de una larga conversación. Y fue comienzo también de un largo proceso
interior que le hizo profundizar en su fe y descubrir su vocación. Un
catedrático ilustre, un intelectual de relieve que, como buen universitario,
supo aprender de un alumno suyo de tercer semestre que, entre otras cosas, le
dio, con su valentía y su cordialidad, una gran lección sobre cómo debe
plantearse el apostolado cristiano.
Como ha
señalado Benedicto XVI, la clave está en que cada uno intente reconocer cuál es
su vocación y cómo es el mejor modo de responder a esa llamada que está ahí,
para él.
—¿Y cómo empieza la vocación?
La vocación
suele comenzar con un descubrimiento inicial, del que sobreviene un diálogo de
oración. Es una llamada que cada uno debe leer en su propio corazón y en la que
siempre queda un margen al misterio y a la interpretación. Como explicaba Juan
Pablo II en Los Ángeles en 1987, respondiendo a una pregunta sobre su propia
vocación, “tengo que empezar por decir que es imposible explicarla por
completo. Porque no deja de ser un misterio hasta para mí mismo. ¿Cómo se
pueden explicar los caminos del Señor? Con todo, sé que en cierto momento de mi
vida me convencí de que Cristo me decía lo que había dicho a miles de jóvenes
antes que a mí: ¡Ven y sígueme! Sentí muy claramente que la voz que oía en mi
corazón no era humana, ni una ocurrencia mía. Cristo me llamaba para servirle
como sacerdote”.
—¿Y si solo tenemos una sospecha de que tenemos
una determinada vocación?
Te contesto
entonces con otras palabras de Juan Pablo II, esta vez en Argentina en 1985,
hablando del celibato: “Pido a cada uno de vosotros que se interrogue
seriamente sobre si Dios no lo llama hacia ese camino. Y a todos los que
sospechan tener esta posible vocación personal, les digo: rezad tenazmente para
tener la claridad necesaria, pero luego decid un alegre sí”.
—¿Y eso supone un desarrollo muy largo en el
tiempo?
El
discernimiento de la vocación supone una amistad con Dios. Pero, igual que dos
personas pueden conocerse y hacerse muy amigos en una tarde, nosotros podemos
alcanzar amistad con Dios en cuanto le abrimos nuestra alma. El ejemplo del
Buen Ladrón es claro: toda una vida de lamentables errores se supera en un
momento, cuando pide ayuda a Dios. En cuanto abre un resquicio de su alma, Dios
se vuelca. AA
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