El hombre no debe limitarse a hacer cosas, a construir
objetos. El trabajo nace del amor, manifiesta el amor, se ordena al amor. Al leer estas palabras de san Josemaría, es posible que
dentro de nuestras almas surjan algunas preguntas que den paso a un diálogo
sincero con Dios: ¿Para qué trabajo?, ¿Cómo es mi trabajo?, ¿Qué pretendo o qué
busco con mi labor profesional? Es la hora de recordar que el fin de nuestra
vida no es hacer cosas sino amar a Dios. La santidad no consiste
en hacer cosas cada día más difíciles, sino en hacerlas cada día con más amor.
Mucha gente trabaja -y trabaja mucho-, pero no santifica su
trabajo. Hacen cosas, construyen objetos, buscan resultados, por sentido del
deber, por ganar dinero, o por ambición; unas veces triunfan y otras fracasan;
se alegran o se entristecen; sienten interés y pasión por su tarea, o bien,
decepción y hastío; tienen satisfacciones junto con inquietudes, temores y
preocupaciones; unos se dejan llevar por la inclinación a la actividad, otros
por la pereza; unos se cansan, otros procuran evitar a toda costa el
cansancio...
Todo esto tiene un punto en común: pertenece a un mismo
plano, el plano de la naturaleza humana herida por las consecuencias del
pecado, con sus conflictos y contrastes, como un laberinto en el que el hombre
que vive según la carne, en palabras de san Pablo - el
animalis homo -, deambula, atrapado en un ir de aquí para allá, sin
encontrar el camino de la libertad y su sentido.
Ese camino y ese sentido sólo se descubren cuando se levanta
la mirada y se contempla la vida y el trabajo en esta tierra con la luz de Dios
que ve desde de lo alto. La gente -escribe san Josemaría en Camino
- tiene una visión plana, pegada a la tierra, de dos
dimensiones. -Cuando vivas vida sobrenatural obtendrás de Dios la tercera
dimensión: la altura, y, con ella, el relieve, el peso y el volumen.
El trabajo nace del amor
¿Qué significa entonces, para un cristiano, que el
trabajo nace del amor, manifiesta el amor, se ordena al amor?
Primero conviene considerar a qué amor se refiere san Josemaría. Hay un amor
llamado de concupiscencia, cuando se ama algo para satisfacer el
propio gusto sensible o el deseo de placer (concupiscencia). No es éste el amor del
que nace, en último término, el trabajo de un hijo de Dios, aunque muchas veces
trabaje con gusto y le apasione su tarea profesional.
Un cristiano no ha de trabajar solo o principalmente cuando
tenga ganas, o le vayan las cosas bien. El trabajo de un cristiano nace de otro
amor más alto: el amor de benevolencia, cuando
directamente se quiere el bien de otra persona (benevolentia),
no ya el propio interés. Si el amor de benevolencia es mutuo se llama amor
de amistad, mayor cuanto se está dispuesto no sólo a dar algo por
el bien de un amigo, sino a entregarse uno mismo: Nadie tiene amor más grande
que el de dar uno la vida por sus amigos.
Los cristianos podemos amar a Dios con amor de amistad sobrenatural,
porque Él nos ha hecho hijos suyos y quiere que le tratemos con confianza
filial, y veamos en los demás hijos suyos a hermanos nuestros. A este amor se
refiere el Fundador del Opus Dei cuando escribe que el trabajo nace del
amor: es el amor de los hijos de Dios, el amor sobrenatural a Dios
y a los demás por Dios: la caridad que ha sido derramada en nuestros corazones
por el Espíritu Santo que nos ha sido dado.
Querer el bien de una persona no lleva a complacer siempre
su voluntad. Puede ocurrir que lo que quiere no sea un bien, como sucede muy a
menudo a las madres, que no dan a sus hijos todo lo que piden, si les puede
hacer daño. En cambio, amar a Dios es siempre querer su Voluntad, porque la
Voluntad de Dios es el bien.
Por eso, para un cristiano, el trabajo nace del amor a Dios,
ya que el amor filial nos lleva a querer cumplir su Voluntad, y la Voluntad
divina es que trabajemos. Decía san Josemaría que por amor a Dios quería
trabajar como un borrico de noria. Y Dios ha bendecido su generosidad derramando
copiosamente su gracia que ha dado innumerables frutos de santidad en todo el
mundo.
Vale la pena, por tanto, que nos preguntemos con frecuencia
por qué trabajamos. ¿Por amor a Dios o por amor propio? Puede parecer que
existen otras posibilidades, por ejemplo, que se puede trabajar por necesidad.
Esto indica no ir al fondo en el examen, porque la necesidad no es la respuesta
última.
También hay que alimentarse por necesidad, para vivir, pero
¿para qué queremos vivir, para la gloria de Dios, como exhorta san Pablo, o
para la propia gloria? Pues para eso mismo nos alimentamos y trabajamos. Es la
pregunta radical, la que llega al fundamento. No hay más alternativas. Quien se
examina sinceramente, pidiendo luces a Dios, descubre con claridad dónde tiene
puesto en último término su corazón al realizar las tareas profesionales. Y el
Señor le concederá también su gracia para decidirse a purificarlo y dar todo el
fruto de amor que Él espera de los talentos que le ha confiado.
El trabajo manifiesta el amor
El trabajo de un cristiano manifiesta el amor, no sólo
porque el amor a Dios lleva a trabajar, como hemos considerado, sino porque
lleva a trabajar bien, pues así lo quiere Dios. El trabajo humano es, en
efecto, participación de su obra creadora, y Él -que ha creado todo por Amor-
ha querido que sus obras fueran perfectas: Dei perfecta sunt opera, y que
nosotros imitemos su modo de obrar.
Modelo perfecto del trabajo humano es el trabajo de Cristo,
de quien dice el Evangelio que todo lo hizo bien. Estas palabras de alabanza,
que brotaban espontáneas al contemplar sus milagros, obrados en virtud de su
divinidad, pueden aplicarse también -así lo hace san Josemaría- al trabajo en
el taller de Nazaret, realizado en virtud de su humanidad. Era un trabajo
cumplido por Amor al Padre y a nosotros. Un trabajo que manifestaba ese Amor
por la perfección con que estaba hecho. No sólo perfección técnica sino
fundamentalmente perfección humana: perfección de todas las virtudes que el
amor logra poner en ejercicio dándoles un tono inconfundible: el tono de la
felicidad de un corazón lleno de Amor que arde con el deseo de entregar la
vida.
La tarea profesional de un cristiano manifiesta el amor a
Dios cuando está bien hecha. No significa que el resultado salga bien, sino que
se ha intentado hacer del mejor modo posible, poniendo los medios disponibles
en las circunstancias concretas.
Entre el trabajo de una persona que obra por amor propio, y
el de esa misma persona, si comienza a trabajar por amor a Dios y a los demás
por Dios, hay tanta diferencia como entre el sacrificio de Caín y el de Abel.
Éste último trabajó para ofrecer lo mejor a Dios, y su ofrenda fue agradable al
Cielo. De nosotros espera otro tanto el Señor.
Para un católico, trabajar no es cumplir, ¡es amar!: excederse
gustosamente, y siempre, en el deber y en el sacrificio.
Realizad pues vuestro trabajo sabiendo que Dios lo contempla: laborem
manuum mearum respexit Deus (Gn 31, 42). Ha de ser la nuestra, por tanto, tarea
santa y digna de Él: no sólo acabada hasta el detalle, sino llevada a cabo con
rectitud moral, con hombría de bien, con nobleza, con lealtad, con justicia. Entonces,
el trabajo profesional no solo es recto y santo sino que se convierte en
oración.
Al trabajar por amor a Dios, la actividad profesional
manifiesta de un modo u otro ese amor. Es muy probable que una simple mirada a
varias personas que estén realizando la misma actividad, no sea suficiente para
captar el motivo por el que la realizan. Pero si se pudiera observar con más
detalle y atención el conjunto de la conducta en el trabajo -no sólo los
aspectos técnicos, sino también las relaciones humanas con los demás colegas,
el espíritu de servicio, el modo de vivir la lealtad, la alegría y las demás
virtudes-, sería difícil que pasara inadvertido, si efectivamente existe en
alguno de ellos, el bonus odor Christi, el aroma del amor de Cristo que informa
su trabajo.
Al final de los tiempos -enseña Jesús- dos estarán en el
campo: uno será tomado y el otro dejado. Dos mujeres estarán moliendo en el molino:
una será tomada y la otra dejada. Realizaban el mismo trabajo, pero no del
mismo modo: uno era agradable a Dios y el otro no.
Sin embargo, muchas veces el entorno materialista nos puede
hacer olvidar que estamos llamados a la vida eterna y pensamos únicamente en
los bienes inmediatos. Por este motivo afirma san Josemaría: trabajad
cara a Dios, sin ambicionar gloria humana. Algunos ven en el trabajo un medio
para conquistar honores, o para adquirir poder o riqueza que satisfaga su
ambición personal, o para sentir el orgullo de la propia capacidad de obrar.
En un clima así, ¿Cómo no se va a notar que se trabaja por
amor a Dios? ¿Cómo va a pasar inadvertida la justicia informada por la caridad,
y no simplemente la justicia dura y seca; o la honradez ante Dios, no ya la
honradez interesada, ante los hombres; o la ayuda, el favor, el servicio a los
demás, por amor a Dios, no por cálculo...?
Si el trabajo no manifiesta el amor a Dios, quizá es que se
está apagando el fuego del amor. Si no se nota el calor, si después de un
cierto tiempo de trato diario con los colegas de profesión, no saben si tienen
a su lado un cristiano cabal o solo un hombre decente y cumplidor, entonces
quizá es que la sal se ha vuelto insípida. El amor a Dios no necesita etiquetas
para darse a conocer. Es contagioso, es difusivo de por sí como el mayor de los
bienes. ¿Manifiesta mi trabajo el amor a Dios? ¡Cuánta oración puede manar
de esta pregunta!
El trabajo se ordena al amor
Un trabajo realizado por amor y con amor, es un trabajo que
se ordena al amor: al crecimiento del amor en quien lo realiza, al crecimiento
de la caridad, esencia de la santidad, esencia de la perfección humana y
sobrenatural de un hijo de Dios. Un trabajo, por tanto, que nos santifica.
Santificarse en el trabajo no es otra cosa que dejarse
santificar por el Espíritu Santo, Amor subsistente intratrinitario que habita
en nuestra alma en gracia, y nos infunde la caridad. Es cooperar con Él
poniendo en práctica el amor que derrama en nuestros corazones al ejercer la tarea
profesional. Porque si somos dóciles a su acción, si obramos por amor en el
trabajo, el Paráclito nos santifica: acrecienta la caridad, la capacidad de
amar y de tener una vida contemplativa cada vez más honda y continua.
Que el trabajo se ordena al amor, y por tanto a nuestra
santificación, significa igualmente que nos perfecciona: que se ordena a
nuestra identificación con Cristo, perfectus Deus, perfectus homo, perfecto
Dios y perfecto hombre. Trabajar por amor a Dios y a los demás por Dios reclama
poner en ejercicio las virtudes cristianas. Ante todo la fe y la esperanza, a
las que la caridad presupone y vivifica. Y después las virtudes humanas, a
través de las cuales obra y se despliega la caridad. La tarea profesional ha de
ser una palestra donde se ejercitan las más variadas virtudes humanas y
sobrenaturales: la laboriosidad, el orden, el aprovechamiento del tiempo, la
fortaleza para rematar la faena, el cuidado de las cosas pequeñas...; y tantos
detalles de atención a los demás, que son manifestaciones de una caridad
sincera y delicada. La práctica de las virtudes humanas es
imprescindible para ser contemplativos en medio del mundo, y concretamente para
transformar el trabajo profesional en oración y ofrenda agradable a Dios, medio
y ocasión de vida contemplativa.
Contemplo porque trabajo; y trabajo porque contemplo, comentaba san Josemaría en una ocasión. El amor y el
conocimiento de Dios -la contemplación- le llevaban a trabajar, y por eso
afirma: trabajo porque contemplo. Y ese trabajo se convertía en
medio de santificación y de contemplación: contemplo porque trabajo.
Es como un movimiento circular -de la contemplación al
trabajo, y del trabajo a la contemplación- que se va estrechando cada vez más
en torno a su centro, Cristo, que nos atrae hacia sí atrayendo con nosotros
todas las cosas, para que por Él, con Él y en Él sea dado todo honor y toda
gloria a Dios Padre en la unidad del Espíritu Santo.
La realidad de que el trabajo de un hijo de Dios se ordena
al amor y por eso le santifica, es el motivo profundo de que no se pueda
hablar, bajo la perspectiva de la santidad -que en definitiva es la que
cuenta-, de profesiones de mayor o de menor categoría.
La dignidad del trabajo está fundada en el Amor. Todos
los trabajos pueden tener la misma calidad sobrenatural: no hay tareas grandes
o pequeñas; todas son grandes, si se hacen por amor. Las que se tienen como
tareas grandes se empequeñecen, cuando se pierde el sentido cristiano de la
vida.
Si falta la caridad, el trabajo pierde su valor ante Dios,
por brillante que resulte ante los hombres. Aunque conociera todos los
misterios y toda la ciencia,... si no tengo caridad, nada soy, escribe san
Pablo. Lo que importa es el empeño para hacer a lo divino las cosas humanas,
grandes o pequeñas, porque por el Amor todas adquieren una nueva dimensión. JL
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