Cuenta un
viejo relato cómo, en unos días de intensa lluvia, se produjeron unas
inundaciones importantes, como consecuencia del desbordamiento de un gran río.
El nivel del agua fue subiendo sin parar. Los sistemas de emergencia de la
región pusieron en marcha todos los operativos de salvamento disponibles.
Una de las
lanchas se detuvo a la puerta de un caserío y exhortó al aldeano que allí se
encontraba para que abandonara cuanto antes su vivienda, pues el agua estaba
alcanzando ya el nivel de su puerta de entrada. Pero el aldeano les dijo: “No,
no; id a por otros, que a mí me salvará la Providencia”.
Pasaron unas
horas, y el agua llegaba hasta la altura del piso superior de la casa del
aldeano. Apareció una segunda lancha de salvamento, pero el hombre volvió a
decirles lo mismo.
Tuvo suerte, porque, cuando el agua llegaba al nivel del tejado, y aquel hombre estaba sentado sobre él, una tercera lancha le ofreció socorro, pero el aldeano insistió en que la Providencia le salvaría.
Tuvo suerte, porque, cuando el agua llegaba al nivel del tejado, y aquel hombre estaba sentado sobre él, una tercera lancha le ofreció socorro, pero el aldeano insistió en que la Providencia le salvaría.
No llegó
ninguna otra lancha y el aldeano murió ahogado. Llegó a su juicio en el Cielo y
compareció allí con una protesta: “Yo, confiando en la Providencia…, y la
Providencia, nada, que deja que me ahogue”.
“¿Cómo que
nada? ¡Tres lanchas te hemos enviado!”, se escuchó.
Hay personas
que, como este pobre aldeano, esperan que la Providencia se manifieste de un
modo extraordinario que ni ellos mismos saben bien en qué consiste. Sin
embargo, lo normal es que la Providencia, y, por tanto, también la vocación, se
manifiesten ante nosotros de modo cotidiano, a través de las situaciones
corrientes de nuestra vida, por medio de las personas que tratamos de modo
habitual.
Lo hemos visto
ya en bastantes casos, y así sucedió también, por ejemplo, a Romano Guardini: “Un
domingo fui a Misa a la iglesia de los dominicos de la Oldenburgerstrasse. Me
encontraba en un estado crítico. Cuando vi al hermano lego encargado de la
colecta pasar con el rostro tranquilo y sonriente, portando su cestilla
tintineante, me dio mucha envidia y pensé de repente: ¿No podrías tú llegar a
ser como él? Entonces tendrías su paz. Y luego me dije: ¡Podrías ser sacerdote!
Y entonces fue como si todo adquiriese tranquilidad y claridad. Volví a casa
con un sentimiento de felicidad que desde hacía mucho tiempo no había sentido”.
Son bastante
frecuentes los casos como este, en que la vocación se concreta ante una idea
que aparece de modo repentino. Así lo explicaba también la Madre Angélica, la
famosa religiosa norteamericana fundadora de la cadena de televisión EWTN, al
narrar la historia de su vocación: “Mi vida cambió desde ese instante, un día
de 1944, mientras meditaba en la iglesia de St. Anthony, en Ohio. Un
pensamiento cruzó mi mente. Era un hecho sencillo, como si tuviera la completa
certeza de que sería monja... ¿Qué? ¿Monja? ¡No lo podía creer! No me gustaban
las monjas... Pero la convicción de que debería seguir esa vocación era muy
fuerte”.
A Íñigo de
Loyola le sucedió algo parecido en 1521, cuando era capitán del ejército que
defendía la ciudad de Pamplona y fue gravemente herido en la pierna por una
bala de calón. Sufrió varias operaciones en la rodilla y tuvo una larga
convalecencia en Loyola. Pidió allí que le dejaran novelas de caballerías, a
las que tenía gran afición, pero no encontraron en el castillo ese tipo de
libros y, por darle algo, le ofrecieron una vida de Cristo y un volumen de
vidas de santos. Íñigo comenzó a leerlos para pasar el tiempo, pero poco a poco
empezó a interesarse profundamente. Mientras leía las historias de los grandes
santos, se decía: “Si esos hombres estaban hechos del mismo barro que yo, bien
yo puedo hacer lo que ellos hicieron”. Y aquellas imprevistas lecturas
cambiaron por completo su vida. Fue una rápida conversión, que le llevó a una
vida totalmente distinta y llegó a ser San Ignacio de Loyola, uno de los más
grandes santos de la historia de la Iglesia.
—¿Pero no sería más lógico que Dios nos hiciera
saber a cada uno nuestra vocación por vía de evidencia, ya que es un asunto tan
importante para nuestra vida?
A los hombres
no nos es fácil saber con profundidad cuáles son las razones de Dios. De todas
formas, pienso que el misterio de la libertad exige dejar un cierto margen a la
interpretación humana. La dignidad humana exige que la percepción de la
vocación sea, en cierto modo, suficientemente oscura como para que la adhesión
a ella sea libre y, al tiempo, bastante clara como para que dicha adhesión sea
razonable. Hay suficiente luz para que vean los que desean ver, y suficiente
oscuridad para los que tienen la disposición contraria.
Como ha
explicado Fernando Ocáriz, el hecho de que Dios de ordinario no imponga una
vocación específica por vía de evidencia, hace pensar que Dios quiere que la
libertad de la persona intervenga no solo en la respuesta, sino también en la
configuración de la vocación misma. Es decir, que, dentro de la oscura
luminosidad del misterio de la vocación, podemos entender que Dios llama
también mediante la libre elección de la persona llamada.
Así sucede,
por ejemplo, cuando una persona descubre su vocación viendo la vida de otros, y
se encuentra con que se descubre a sí mismo proyectado en esas personas. Cuando
piensa “yo quiero ser así”, o “yo quiero ser como ese”, o “mi referencia
personal es ese tipo de vida”, o “esto es lo mío”, Dios está desvelándole su designio
a través de ese buen ejemplo. Pero, al tiempo, la propia libertad de quien se
siente llamado está participando en la configuración del camino que se marca a
sí mismo para seguir ese designio divino.
—Veo entonces que hay una fuerte relación entre el
discernimiento y el propio querer.
En efecto, y
por eso recomienda también Fernando Ocáriz que, cuando una persona se encuentra
ante la incertidumbre de la posible existencia de una llamada específica de
Dios, y no ve ningún dato objetivo en contrario, y comprueba que la Providencia
le ha conducido de hecho a esa experiencia psicológica concreta, es importante
entonces que, además de seguir pidiendo a Dios “luz para ver”, pida también
“fuerza para querer”, de modo que, con esa fuerza que eleva la libertad en el
tiempo, se configure la misma vocación eterna.
—Entonces, si el libre ejercicio de la libertad
personal y el despliegue de la propia voluntad desempeñan un papel relevante en
el descubrimiento de la vocación, esto es bastante distinto a lo que tantas
veces he escuchado sobre la actitud meramente pasiva que debe adoptar quien
recibe la llamada de Dios. Pensaba que Dios transmitía su voluntad y el hombre
debe limitarse a ejecutarla.
Dios,
precisamente por el hecho de otorgarnos nuestra libertad y nuestra voluntad
humanas, nos concede un protagonismo personal que no cuadra con esas visiones
tan apriorísticas de la vocación. No puede preverse de antemano cuál va a ser
la ruta de nuestra vida, porque está de por medio nuestra libertad de elección,
que participa, como hemos dicho, en la configuración de la vocación misma. La
vocación no es la adhesión a un contrato cuyas cláusulas están todas ya fijadas
y solo cabe poner la firma.
—¿Pero hay algún tipo de señal que permita
identificar con un poco más de claridad la vocación?
No existe un
“vocacionómetro”. Tradicionalmente, en la ascética clásica, se distinguen tres
señales fundamentales, que, por otra parte, son las mismas que inclinan a una
persona a escoger un trabajo determinado y no otro, o una carrera universitaria
y no otra, una persona concreta con la que casarse y no otra. Son estas tres:
tener condiciones, no tener impedimentos y querer. Muchos, por ejemplo, pueden
tener condiciones y no tener impedimentos para hacer una carrera o una tarea
profesional, y lo que al final decide es el querer. Con la vocación pasa un
poco lo mismo.
Y hay otra
cosa. La seguridad en esa decisión también tiene mucho que ver con el querer,
pues, al fin y al cabo, la seguridad no viene dada, sino que la da el querer.
No nos viene hecha, sino que hay que hacerla.
—Una cosa es clara, y es que Dios no llama sin
otorgar las cualidades necesarias, luego la carencia de condiciones o aptitudes
indica que no se tiene esa vocación.
En efecto. Y,
por el contrario, si se tienen esas condiciones y no hay impedimentos, la
probabilidad de tener esa vocación específica es mayor. Por eso, el hecho de
que una persona se esté planteando la posibilidad de ser llamada en determinado
camino de entrega completa a Dios, indica que es bastante probable que ese sea
su camino, pues son muy pocos los que llegan a plantearse seriamente tal
posibilidad, y eso es una realidad que no debe minusvalorarse.
La percepción
de la vocación depende, sobre todo, de la rectitud y la capacidad de escucha
por parte de la persona. De cara a Dios, basta un motivo para decir que sí, una
causa suficiente, con la fe y con la esperanza de que Dios no nos abandonará si
damos ese paso.
—Es una síntesis bastante difícil entre libertad y
determinación.
Lo es, sin
duda. A eso se refería José Ortega y Gasset cuando decía que “la vida es
quehacer, y la verdad de la vida, es decir, la vida auténtica de cada cual,
consistirá en hacer lo que hay que hacer y evitar el hacer cualquier cosa. Para
mí, un hombre vale en la medida en que la serie de sus actos sea necesaria y no
caprichosa. Pero en ello estriba la dificultad del acierto. Se nos suele
presentar como necesario un repertorio de acciones que ya otros han ejecutado y
nos llega aureolado por una u otra consagración. Esto nos incita a ser infieles
con nuestro auténtico quehacer, que es siempre irreductible al de los demás.
Tenemos que hallar, que descubrir la trayectoria necesaria de nuestra vida, que
solo entonces será la verdaderamente nuestra y no de otro o de nadie”.
—¿Crees, entonces, que cada uno debe emprender un
camino nuevo, distinto de los que ya hay?
Lo más
habitual será tomar un camino ya existente, pero cada uno debemos recorrerlo de
forma personal, descubriendo lo que Dios espera concretamente de nosotros
dentro de ese camino.
Pero la
historia está llena de personas que abrieron caminos totalmente nuevos. Un
ejemplo podría ser la vida de Kiko Argüello. Era uno de los prototipos
contestatarios de los años sesenta en España. Procedía de una familia católica
acomodada. “Al ir a la universidad -contaría él mismo años después-, entré en
crisis con mi familia y conmigo mismo, sobre todo por el ambiente en la
Facultad de Bellas Artes de Madrid, que era entonces completamente ateo,
marxista. Enseguida me di cuenta de que la formación que yo había recibido,
tanto en la familia como en el colegio, no me servía para responder a los
problemas que tenía de todo tipo: afectivos, psicológicos, de identidad. Me
preguntaba: ¿Quién soy yo?, ¿Por qué existe la injusticia en el mundo?, ¿Por
qué las guerras? Me fui alejando de la Iglesia hasta dejarla totalmente. Había
entrado en una profunda crisis buscando el sentido de mi vida. Dios permitió
que yo hiciese una experiencia de ateísmo, o, si queréis, una kenosis, un
profundo descenso al infierno de mi existencia, una existencia sin Dios”.
Por entonces
Kiko ganó un Premio Nacional de Pintura y se hizo un personaje conocido en su
mundo. A pesar del éxito profesional, no era feliz. “Había muerto
interiormente. Vivir cada día significaba todo un sufrimiento. Cada día lo
mismo. ¿Para qué levantarme? ¿Quién soy yo? ¿Por qué vivimos? ¿Para qué ganar
dinero? ¿Para qué casarse? Y así, todo ante mí carecía de sentido. Se abría un
gran abismo dentro de mí. Escapaba de mí mismo. Ese abismo era una llamada
profunda de Dios, que me estaba llamando desde el fondo de mí mismo”.
“Me había dado
cuenta de que, en el fondo, yo era un racionalista que me estaba destruyendo a
mí mismo. Me di cuenta de que, para negar que todo tenga un sentido, para negar
que Dios exista, se necesitaba tanta fe como para creer que existe. Y yo había
dado el paso de aceptar que Dios no existía. Sin embargo, con la intuición
llegaba a reconocer que todo tenía un sentido, que existía Dios y que Él sabía
por qué existo yo. Pero no sabía cómo encontrarlo”.
Un día,
agobiado por esas arduas reflexiones, entró en su habitación y comenzó a gritar
a ese Dios: “¡Si existes, ayúdame! ¡No sé quién eres, pero ayúdame!” Y en aquel
momento, Dios tuvo piedad de mí, pues tuve una experiencia profunda de
encuentro con el Señor, que me sobrecogió.
“¿Qué era lo
que me había pasado? Fue un toque, un testimonio profundo que me decía no solo
que Dios existe, sino que Cristo es Dios (…). Yo sabía que hacerse cristiano
tenía que ser algo muy serio. Así es como, por fin, hice Cursillos de
Cristiandad, una iniciativa que surgió en España por aquellos años. Y me ayudó.
Comencé una verdadera búsqueda del Señor”.
Siguiendo las
huellas del Padre Charles de Foucauld, en 1964 deja todo para vivir entre los
más pobres, en las chabolas de la periferia de Madrid. “¿Pero qué hacía allí, y
en esas condiciones? Dios me quería en las chabolas para empezar un camino de
conversión para muchísima gente”. En contacto con los pobres, el Señor le lleva
a formar una comunidad que vive celebrando la Palabra de Dios y la Eucaristía.
Conoce por entonces a Carmen Hernández y juntos comienzan un camino de
iniciación cristiana a la fe y se va construyendo lo que después será el Camino
Neocatecumenal. Hoy está extendido en más de cinco mil parroquias de un
centenar de países del mundo, y ha supuesto una profunda renovación espiritual
para cientos de miles de personas. También ha provocado un sorprendente impulso
misionero que ha hecho que familias enteras se desplacen a aquellos lugares de
la tierra donde es necesario evangelizar. Han surgido decenas de seminarios y
numerosísimas vocaciones. Y todo empezó por la reflexión de una persona sobre
el sentido de su vida. AA
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