Muchas
enfermedades genéticas son un reto para la medicina. La investigación de
vanguardia busca caminos para curar o, al menos, mejorar la vida de los
enfermos, especialmente cuando son niños.
Nuevas
posibilidades se abren a la ciencia con el uso de las técnicas de fecundación
artificial. Una de ellas consiste en la ‘producción’ de ‘bebés de diseño’ o
‘niños medicamento’. Si algunas enfermedades serían tratables a través de
transplantes de células o de tejidos genéticamente compatibles, ¿por qué no
producir un ‘bebé de diseño’ apto para ayudar al hermano enfermo?
La técnica
parece sencilla. El laboratorio toma varios óvulos de la esposa, los fecunda con
el esperma del marido. Hace luego un diagnóstico selectivo sobre las
características genéticas de los embriones obtenidos. Escoge y transfiere en el
seno materno a aquel embrión que pueda donar tejidos al hermano enfermo. Los
demás embriones quedan a merced de la decisión que se tome en cada caso.
Este método
encierra serios problemas éticos. El primero se refiere a la misma técnica.
Sabemos que cada hombre o mujer que inicia la aventura de la vida merece
respeto y protección por ser lo que es: un individuo humano, o, en lenguaje más
preciso, un hijo, nuestro hijo. El lugar más digno para su concepción no puede
ser la probeta de un laboratorio, sino el seno de su madre.
Desear que
nazca un hijo que pueda curar a su hermano no nos da permiso para recurrir a
una técnica que implique poco respeto por su vida, como ocurre cada vez que se
provoca la fecundación en un ambiente de cultivo que no responde a los derechos
del embrión a su máxima seguridad y a iniciar su existencia en su lugar
natural.
El segundo problema
ético es mucho más profundo. Una pareja ‘necesita’ un hijo sano que tenga
ciertas características genéticas. Son concebidos, como vimos, varios embriones
en el laboratorio. Una vez seleccionado, a través del diagnóstico
pre-implantacional, el embrión (o embriones) apto para curar a su hermano, es
transferido a las trompas de Falopio de la madre, de forma que pueda
desarrollarse, nacer, y luego donar algunas de sus células o tejidos para curar
al hermano enfermo.
¿Y los demás
embriones? Sencillamente, no sirven, sobran, a no ser que la pareja decida
congelarlos para darles, en un futuro no muy bien definido, una oportunidad de
vivir.
Esta selección
de embriones (uno destinado a vivir, los otros destinados a morir o a ser
guardados como material ‘que sobra’) implica una grave injusticia. Ningún
hombre, ninguna mujer, puede ser eliminado o impedido en el camino de su
crecimiento, de su vida, por el hecho de no reunir unas cualidades escogidas
por los adultos. Cada ser humano vale, aunque sea débil, pobre, de una raza o
de otra, de un ADN o de otro. Si vale, merece ser respetado: nadie puede
impedirle que continúe su aventura humana.
Dar la
oportunidad de vivir sólo al embrión que ‘servirá’ como donador y discriminar a
los demás nos muestra hasta qué punto el hombre puede tomar opciones injustas,
incluso con instrumentos técnicos altamente esterilizados, de una precisión
antes inimaginable, y con dos resultados muy diferentes: uno, la posible
curación de un niño enfermo; otro, el rechazo o abandono de unos embriones
declarados ‘inútiles’.
Hoy, como
siempre, la ética nos dice que no todo lo que resulta útil coincide con lo que
sea éticamente correcto. Nos escandalizaría, nos resultaría grotesco, el ver
una foto de un niño sonriente, acompañada con un texto como el siguiente: “Este
niño ha sido curado gracias a unos traficantes de órganos que arrancaron su
riñón a un niño pobre de Asia”. Nos rebelaríamos, sentiríamos que la humanidad
ha sido pisoteada, herida, si un niño de un país rico fuese curado con el riñón
robado a un niño de un país pobre.
La humanidad
también es pisoteada cuando un niño puede ser curado gracias a un hermano suyo,
seleccionado entre otros hermanos que fueron concebidos en probeta y luego
condenados al abandono o a la destrucción.
Alguno dirá
que defender los principios éticos destruiría la esperanza de tantos padres de
familia que desean encontrar un camino para la curación de sus hijos. Otros
negarán que los embriones sean seres humanos dignos de respeto. Otros, en fin,
defenderán la autonomía de la investigación: si ponemos barreras éticas a los
laboratorios, la medicina no progresará ni salvará miles, quizá millones de
seres humanos.
No es fácil
responder a todos. Quizá tendríamos que volver a escuchar la voz de un Sócrates
que nos recordase a nosotros, hombres y mujeres del siglo XXI, que no importa
tanto conservar la vida si ello implica traicionar a un amigo, herir a un
inocente, permitir la destrucción de embriones que han sido concebidos fuera de
su lugar natural, en un mundo que sólo los quiso en tanto en cuanto pudieran
ser útiles para curar a otros, y que los rechazó cuando fueron declarados
‘inútiles’.
Además, una
barrera ética nunca será un obstáculo para la investigación. La mejor manera de
estimular al científico a buscar caminos de curación en el máximo respeto de
cada ser humano nace precisamente del respeto de la dignidad de todo ser
humano.
Cuando los
principios éticos nos ayudaron a comprender que no se podía asesinar a un feto
porque el parto era peligroso para su madre, la medicina desarrolló y mejoró el
parto cesáreo. Gracias al mismo viven miles de madres y de niños, algunos de
los cuales tal vez son conocidos o familiares más o menos cercanos.
El transplante
de células y de tejidos ofrece nuevos caminos de esperanza a miles de enfermos,
niños y adultos. El desarrollo de las nuevas técnicas no podrá dejar de lado el
respeto que merece cada hombre, cada mujer, en su integridad, en su patrimonio
genético, en su inicio (desde la concepción) y en su camino hacia la maduración.
Escoger, seleccionar y eliminar embriones con la esperanza de curar a un ser
humano, nunca será un camino ético, nunca será algo digno del ser humano.
Sigue en pie,
por lo tanto, la idea expresada hace muchos siglos por el poeta Juvenal: no
está bien, para salvar una vida, perder los motivos del vivir... Que, en
positivo, significa: es hermoso cualquier esfuerzo que hagamos por los demás en
el respeto de la dignidad de todos, especialmente de los más pequeños y
desamparados: los embriones. AA
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