‘El señor de
las moscas’ es una magnífica novela de William Golding. Cuenta la historia de
una treintena de chicos ingleses que son los únicos supervivientes de un
accidente aéreo. Deben organizar su vida ellos solos en una pequeña isla
desierta, sin ayuda de ningún adulto. Agrupados en torno a dos jefes, Ralph y
Jack, pronto comprueban que convivir no es tarea sencilla. Aparecen los
primeros conflictos, difíciles de resolver en aquella situación, y finalmente
estalla la violencia, que desemboca en una guerra abierta entre ellos, con
trágicas consecuencias.
La historia de
la difícil convivencia de estos jóvenes náufragos está salpicada de multitud
detalles que muestran la importancia fundamental de ese aprendizaje y esos
valores que el hombre ha acumulado durante siglos y que transmite de una
generación a otra mediante la educación. Frente a otras visiones más ingenuas
sobre la bondad de los niños, Golding muestra la maldad que anida en el corazón
humano, y apunta que la única posibilidad de rescate del hombre ha de venirle
desde fuera. Sin ayuda, sin formación, el hombre se encuentra muy indefenso
ante el empuje de sus malas tendencias. Es cierto que busca por naturaleza el
bien, pero también es cierto que esa naturaleza está herida y que necesita
muchos cuidados para funcionar correctamente.
Cualquier
persona con un poco de experiencia de la vida sabe lo que es la maldad del
hombre, ha visto ya muchas veces su feo rostro de inhumanidad. Golding
desenmascara la simpleza roussoniana de la bondad natural del hombre y su
progresiva degradación por la maldad radical de la sociedad y de la cultura. Y
cuestiona también el racionalismo arrogante del siglo XIX, que hizo a muchos
confiar en que el progreso científico y económico traería consigo un progreso
moral igual de veloz. Los que alimentaban ese ideal pensaban haber dado de una
vez por todas con la fórmula definitiva de la eficacia y el bienestar, pero
pronto vieron que aquel optimismo era precipitado, que ese avance no significa
que los hombres se entiendan mejor entre ellos, ni que haya más respeto mutuo,
ni que vivan en paz. Y es que, en definitiva, por mucho progreso económico o
científico que se alcance, nunca será fácil educar moralmente al hombre.
La historia
muestra numerosos testimonios bien elocuentes de hasta dónde puede llegar la
maldad del hombre. Ni siquiera en sus noches más negras podía soñar hasta qué
punto iba a degradarse y envilecerse. Pero tampoco sabía quizá cuánta fuerza
permanece escondida en su interior para vencer peligros y superar pruebas.
Todo hombre,
para ser bueno, o para mantenerse en el bien, necesita ayuda para hacer rendir
esos talentos latentes que encierra. Es cierto que al final es siempre la
propia libertad quien tiene la última palabra, pero sería bastante ingenuo
minusvalorar la influencia enorme que tiene la formación. Por eso, educar bien
a los hijos en la familia, a los alumnos en la escuela o la universidad, o
cualquier otra tarea relacionada con la formación de las nuevas generaciones
debería considerarse como uno de los empeños de más trascendencia y
responsabilidad en cualquier sociedad que realmente piense en su futuro.
Transmitir el
progreso científico o económico es relativamente fácil, pero transmitir los
progresos morales siempre será difícil, pues requieren su asimilación personal
y su empleo práctico. Como ha escrito Leonardo Polo, sin hábitos no hay
educación, sólo se ilustra. Es imprescindible el esfuerzo personal por adquirir
esos hábitos. Y eso resultará costoso siempre, en cualquier lugar o época. Es
un progreso personal que nos lleva la vida entera y del que depende en gran
parte el acierto en el vivir. Bien merece, por tanto, nuestra atención. AA
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