Muchas
relaciones personales se deterioran seriamente por algo tan simple como no
haber hablado las cosas en su momento con normalidad, por falta de claridad en
las expectativas recíprocas. Quizá a veces nos enfadamos porque no se ha hecho
lo que habíamos pedido o deseado, y el problema es simplemente que no se había
entendido lo que queríamos. O resulta que molestamos a alguien sin querer, y el
problema se reduce a que no sabíamos que con nuestra actitud o nuestra conducta
estábamos perjudicando o molestando a esa persona. Por eso es preciso actuar
con la necesaria naturalidad y sencillez, de modo que logremos crear a nuestro
alrededor un clima de confianza en el que sea fácil saber qué es lo que cada
uno espera de los demás.
Otro ejemplo. A
lo mejor un día nos sorprendemos de que tengamos pocos amigos. Es algo que
sucede a bastante gente en algún momento de su vida: advierten que su círculo
de relación es corto, que hay poca gente que cuente con ellos de modo habitual.
Si eso nos sucede, es preciso recordar que tener verdaderos amigos siempre
supone esfuerzo y constancia. Aunque, como es lógico, depende mucho de la forma
de ser de cada uno, siempre es preciso vencer inercias, superar pasividades y
arrinconar timideces (por cierto que es sorprendente el elevado porcentaje de
personas que se consideran tímidas: en nuestro país, del orden del 40% según
algunas estadísticas).
¿Y no es un
poco antinatural eso de esforzarse para tener amigos, cuando la amistad debe entenderse
como algo relajado y natural? La amistad debe ser, efectivamente, algo
relajado, natural y gratificante. Sin embargo, la amistad, como tantas otras
cosas en la vida que también son naturales y gratificantes, exige, para llegar
a ella, superar un cierto umbral de pereza personal, y por eso muchos se quedan
encallados en ese obstáculo. El tirón de la pereza puede llevarnos a una vida
de considerable aislamiento o pasividad, y eso aunque sepamos bien que
superándola nos iría mucho mejor y disfrutaríamos mucho más. De todas formas,
tienes razón en que a veces la causa de las pocas amistades está en algo más de
fondo, y hemos de pensar si no vivimos bajo una cierta capa de egoísmo, si no
hay una buena dosis de encerramiento en nuestros propios intereses, de refugio
en una perezosa soledad.
Quizá tenemos
un carácter difícil (o al menos manifiestamente mejorable) y somos de trato
poco cordial, o hablamos sólo de lo que nos gusta, o vamos sólo a lo que nos
gusta, o nunca nos acordamos de felicitar a nadie en su cumpleaños o en
Navidad, ni nos interesamos por su salud o la de su familia, ni hacemos casi
nada por estar cerca de ellos en los momentos difíciles.
O quizá ponemos
poco interés en todo lo que no nos reporte un claro interés —valga la
redundancia—, y aunque efectivamente tengamos una conversación paciente y
educada, ponemos en esos casos un interés —exagerando un poco— similar al que
se pone al hablarle a un canario en su jaula.
O quizá
manifestamos habitualmente una actitud rígida o imperativa, que genera rechazo;
o tendemos hacia una beligerancia dialéctica que nos lleva a buscar siempre
quedar victoriosos en cualquier conversación, como si fuera una batalla, y
encima queriendo dejar claro que hemos ganado; o escuchamos poco y hablamos
mucho, y resultamos pesados; o somos demasiado premiosos, o prolijos (no debe
olvidarse que el secreto para aburrir es querer decirlo todo); o nos pasamos de
obsequiosos, y nuestro trato resulta un poco asediante, o untuoso; o tratamos a
los demás con excesiva vehemencia, o con aires de superioridad, como dando
lecciones.
Podríamos
enumerar muchos otros defectos, pero quizá la clave para contrarrestarlos
podría resumirse en algo muy sencillo: esforzarse por ser personas que saben
escuchar y que buscan servir a los demás. AA
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