Cada época humana, cada cultura, acepta una serie de ideas
como verdaderas. Desde ellas los hombres y las mujeres piensan y deciden en los
mil asuntos de la vida concreta.
Algo propio de nuestra época es considerar lo ‘científico’
como una especie de verdad absoluta. Los investigadores llegan a ser vistos
como ‘oráculos’ que determinan la naturaleza de las cosas, lo que es bueno y lo
que es malo, lo pasado y lo futuro. No faltan quienes tachan de enemigos del
progreso y de fundamentalistas a quienes pongan en duda las afirmaciones que
ofrecen los hombres de ciencia.
En realidad, quienes conocen el mundo de los laboratorios
saben que no todo está claro, y que muchas afirmaciones y leyes aceptadas como
‘absolutas’ no son más que etapas provisionales de un camino entre tinieblas.
Pero hay muchas personas que no conocen la provisionalidad
propia del método científico. Acogen, entonces, lo presentado como científico
como absolutamente verdadero. Durante sus estudios leen libros, manuales,
revistas científicas de biología, de paleontología, de climatología, de
medicina, y consideran que lo allí afirmado vale siempre.
Las ideas sobre el funcionamiento de las células, sobre el
origen de los mamíferos, sobre la utilidad de ciertas medicinas, sobre la
situación climática del planeta, están en discusión entre quienes hacen ciencia
de verdad, aunque algunos propongan sus conclusiones como verdades
indiscutibles o ‘conquistas definitivas’.
Respecto a la historia del planeta tierra, respecto al origen
de la vida y a la evolución de las especies, la situación de las
investigaciones es mucho más compleja. En parte, porque quedan muchas preguntas
por resolver, en parte porque los datos no son suficientes para llegar a
conclusiones absolutas, en parte porque existen muchas teorías y propuestas
para explicar lo ocurrido hace millones y millones de años.
A pesar de la confusión que reina respecto del pasado, miles
de personas creen, como si fuesen certezas indiscutibles, las afirmaciones que
encuentran en libros divulgativos, en gráficos claros y bien pensados, en
reportajes televisivos hechos con muy buen gusto y, a veces, con poca seriedad
científica. Así, están convencidos de que la vida se originó en un medio
acuático, que pasó luego de formas simples a formas más complejas, que luego
pasó del agua a la tierra firme...
Así, a través de dibujos y animaciones, aceptan que unos
animales dieron origen a otros, hasta llegar a la aparición, hace miles de
años, de ese animal tan complejo que somos los seres humanos.
Estas teorías, desde luego, tienen apoyos y ‘pruebas’
importantes. Se han encontrado huesos aquí y allá, se han analizado terrenos
estratificados, se conoce cada vez más la semejanza que existe entre el ADN de
los distintos tipos de vivientes. Pero todos estos apoyos, todos los datos
recogidos por distintas ciencias, no son suficientes para decir que hay una
certeza del 100% acerca de que el animal ‘X’ surgió hace tantos años del animal
‘Y’. Las teorías y creencias que los científicos proponen hoy sobre estos
‘detalles’ no son sólo diversificadas, sino provisionales, pues dentro de
algunos años nuevos descubrimientos o nuevos datos científicos obligarán a
revisar, cambiar o incluso renunciar a aquello que en el siglo XXI parecía tan
claro.
En este sentido, es oportuno recordar cómo uno de los padres
de la ciencia moderna, Galileo, atacó con poca seriedad las propuestas de
Kepler para explicar el fenómeno de las mareas. Hoy sabemos que Kepler tenía
más razón (en su tiempo) que Galileo, y que Galileo se dejó cegar por su fama y
por su apego a lo que para él parecía ‘más científico’, cuando no lo era.
Los creyentes necesitamos conocer estos aspectos humanos del
mundo científico, para relativizar lo que es relativo, y para no sentir que
nuestra fe es puesta en peligro cada vez que dicen haber descubierto por ahí un
nuevo fósil humano. Porque la ciencia analiza datos con instrumentos limitados,
mientras que la fe se apoya en una certeza profunda que se basa en acoger la
intervención de Dios en la historia humana.
Es cierto que algunos quieren ver la fe como si se tratase de
algo provisional, como si estuviese sometida a las probetas de los
laboratorios. Pero es una cosa muy distinta.
Así lo explica el Compendio del Catecismo de la Iglesia
católica (n. 28): “El acto de fe es
un acto humano, es decir un acto de la inteligencia del hombre, el cual, bajo
el impulso de la voluntad movida por Dios, asiente libremente a la verdad
divina. Además, la fe es cierta porque se fundamenta sobre la Palabra de Dios;
«actúa por medio de la caridad» (Ga 5,6);
y está en continuo crecimiento, gracias, particularmente, a la escucha de la
Palabra de Dios y a la oración”.
Dios entró en la historia humana: se manifestó al Pueblo de
Israel, caminó entre los hombres con la venida de Cristo al mundo. Cada uno de
nosotros es invitado a acoger su Presencia entre nosotros en la libertad.
También los científicos, que tanto bien pueden hacer si aceptan en sus vidas las
verdades del Evangelio y si viven su vocación al estudio con actitud de
servicio y con esa humildad que reconoce que algo sabemos sobre la fascinante
historia de la vida, pero que todavía nos queda mucho por saber... FP
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