Religioso Capuchino,
05 de Marzo
Martirologio Romano: En
Nápoles, de la Campania, beato Jeremías de Valaquia (Juan) Kostistik, el cual,
religioso de la Orden de los Hermanos Menores Capuchinos, con caridad y alegría
asistió incesantemente a los enfermos durante cuarenta años (1625).
Etimológicamente: Jeremías
= La elevación del Señor, es de origen hebreo.
Fecha de
beatificación: 30 de
octubre de 1983 por el Papa Juan Pablo II.
Nací en Rumania allá
por el año 1556, y si me hubieran dicho de pequeño que terminaría siendo
capuchino, no me lo hubiera creído; entre otras cosas porque no sabía qué era
eso.
La culpa de todo la
tuvo mi madre, que me llenaba la cabeza de sueños contándome cosas de Italia,
donde estaban los buenos cristianos y todos los monjes eran santos; y además
estaba el papa.
Tan bonito me lo
pintó que a los 18 años dejé la familia y me puse en camino en busca de algo
que intuía pero que no sabía concretar. El viaje no fue fácil. Hasta llegar a
encontrar lo que pretendía sufrí lo indecible e hice de todo: trabajar en una
fábrica, cavar, guardar animales, servir a un médico y a un farmacéutico. Probé
todos los oficios menos dos: paje y verdugo. Después de tres años de ir
deambulando de un sitio a otro llegué, por fin, a Italia; y cuál no sería mi
decepción al comprobar que, de buenos cristianos, nada; mucho peor que los de
mi tierra; hasta el punto que pensé en volverme otra vez a casa. Menos mal que
un anciano me hizo caer en la cuenta de que no podía generalizar mi primera
mala experiencia. Me indicó que fuera a Nápoles y allí encontraría esos buenos
cristianos que estaba buscando. Y así fue; no sólo encontré repletas las
iglesias, sino que también descubrí aquellos monjes santos de los que me
hablaba mi madre: los capuchinos.
Al lado de los
últimos
Los primeros años de
profeso estuve en distintos conventos ayudando en la marcha de la casa; pero
muy pronto me mandaron al convento de S. Efrén el Nuevo de Nápoles, donde me
pasé cuarenta años como enfermero.
De mi madre aprendí
a ser atento con los pobres, por eso veía lógico que entraran en la huerta de
nuestro convento a comer lo que necesitaran. Pero los frailes se hartaron y
pusieron una valla. Yo me indigné y, en plan apocalíptico, empecé a gritarles
que ya no tendrían más esas cebollas gordas y hermosas que se criaban cuando no
había valla, y que semejante avaricia sería causa de una gran carestía.
La verdad es que me
sentía a gusto entre los pobres y me molestaban las injusticias que se les
hacían. Cuando los notables de la ciudad se unieron para pedirle a S. Lorenzo
de Brindis que se hiciera portavoz ante el rey de España Felipe III del pueblo
oprimido y vejado por el virrey Pedro Girón, yo hice lo posible para convencer
al P. Lorenzo -ya que él se resistía- para que aceptara esta delicada misión.
Pero con los pobres
que más me volqué fue con los enfermos. La enfermería contaba con más de
setenta, y aunque procuraba atenderlos a todos, prefería a los frailes
sencillos, ya que los superiores solían estar bien atendidos por los otros
frailes.
A pesar del trabajo
y de los años, siempre mantuve la cara colorada y fresca. Tal vez fuera por lo
mucho que me gustaban las habas; de ahí que me pidieran y yo las ofreciera
pensando menos en la cosmética que en lo buenas que estaban.
Los enfermos me
llevaban todo el tiempo, hasta el punto de que no necesitaba tener celda
propia. Cuando alguien me preguntaba el porqué, solía responderle que el sueldo
no me llegaba para pagar la pensión.
Bromas aparte, la
verdad es que el trabajo era duro; sobre todo cuando tenía que atender a fray
Anselmo de Calabria, que había perdido la cabeza y se ensuciaba continuamente
de arriba a abajo; o a fray Salvador de Nápoles que además de lisiado había
quedado como tonto y tenía que darle la comida en la boca como un pajarito,
tranquilizándolo cuando me llamaba por las noches.
El Dios de cada día
Sin embargo no hay
ningún misterio en todo esto. Si soportaba con alegría la dureza del trabajo
era porque confiaba plenamente en mi Señor, a quien servía en mis hermanos.
A pesar del
misticismo que envolvía el ambiente, yo siempre preferí el servicio al éxtasis.
Recuerdo que una vez me pareció ver a la Virgen. Yo me atreví a preguntarle
cómo siendo Reina estaba sin corona. Y ella me respondió que su corona era
Jesús.
Esta experiencia me
impresionó tanto, que pedí al Señor no tener más éxtasis, ya que me habrían
impedido servir a los hermanos. Yo era del parecer que la mejor forma de amar a
Dios es ejercer con responsabilidad el propio oficio, y el tiempo que queda
dedicarlo a la oración.
Así era mi vida,
hasta que el superior me mandó a visitar a D. Juan de Avalos que estaba
gravemente enfermo. Hacía un frío y un viento terrible. Al volver al día
siguiente al convento me sentí mal; era una pleuropulmonía. A los pocos días el
Señor me llamó, y yo me fui contento de haber obedecido hasta dar la vida por
los hermanos. Era el 5 de marzo de 1625.
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