Cuando Jesús entra en el
templo de Jerusalén, no encuentra gentes que buscan a Dios sino comercio
religioso. Su actuación violenta frente a «vendedores y cambistas» no es
sino la reacción del Profeta que se topa con la religión convertida en mercado.
Aquel templo llamado a ser el lugar en que se había
de manifestar la gloria de Dios y su amor fiel al hombre, se ha convertido en
lugar de engaño y abusos donde reina el afán de dinero y el comercio
interesado.
Quien conozca a Jesús no se extrañará de su
indignación. Si algo aparece constantemente en el núcleo mismo de todo su
mensaje es la gratuidad de Dios que ama a los hombres sin límites y sólo quiere
ver entre ellos amor fraterno y solidario.
Por eso, una vida convertida en mercado donde todo
se compra y se vende, incluso la relación con el misterio de Dios, es la
perversión más destructora de lo que Jesús quiere promover entre los hombres.
Es cierto que nuestra vida sólo es posible desde el
intercambio y el mutuo servicio. Todos vivimos dando y recibiendo. El riesgo
está en reducir todas nuestras relaciones a comercio interesado, pensando que
en la vida todo consiste en vender y comprar, sacando el máximo provecho a los
demás.
Casi sin damos cuenta, nos podemos convertir en «vendedores
y cambistas» que no saben hacer otra cosa sino negociar. Hombres y mujeres
incapacitados para amar, que han eliminado de su vida todo lo que sea dar.
Es fácil entonces la tentación de negociar incluso con
Dios. Se le obsequia con algún culto para quedar bien con él, se pagan misas o
se hacen promesas para obtener de él algún beneficio, se cumplen ritos para
tenerlo a nuestro favor. Lo grave es olvidar que Dios es amor y el amor no se
compra. Por algo repetía Jesús que Dios «quiere amor y no sacrificios»
(Mt 12, 7).
Tal vez, lo primero que el hombre de hoy necesita
escuchar de la Iglesia es el anuncio de la gratuidad de Dios. En un mundo
convertido en mercado donde nada hay gratuito y donde todo es exigido, comprado
o ganado, sólo lo gratuito puede seguir fascinando y sorprendiendo pues es el
signo más auténtico del amor.
Los creyentes hemos de estar más atentos a no
desfigurar a un Dios que es amor gratuito, haciéndolo a nuestra medida, tan
triste, egoísta y pequeño como nuestras vidas mercantilizadas.
Quien conoce «la sensación de la gracia» y ha
experimentado alguna vez el amor sorprendente de Dios, se siente invitado a
irradiar su gratuidad y, probablemente, es quien mejor puede introducir algo
bueno y nuevo en esta sociedad donde tantas personas mueren de soledad,
aburrimiento y falta de amor. JAP
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