El camino de conversión, que es la Cuaresma, tiene como todo camino, un
inicio; y como todo camino, tiene también un final. La Cuaresma se enfrenta en
esta semana con su última semana. El Domingo de Ramos, que es cuando celebramos
la entrada de Jesús en Jerusalén, estaremos celebrando también el momento en el
cual termina la Cuaresma para dar inicio a la Semana Santa. En ese momento
podríamos simplemente quedarnos con la idea de haber dicho: una Cuaresma más
que pasó por nuestra vida, cuarenta días más. O preguntarnos: ¿Cómo aproveché
este camino? ¿Realmente le saqué fruto a toda esta Cuaresma, o la Cuaresma se
me fue, como se me van tantas otras cosas?
La liturgia, en el salmo responsorial, nos habla de un sentimiento que
tendría que estar presente en nuestro corazón: “Nada temo Señor, porque Tú
estás conmigo”. Todos sabemos que la Cuaresma es un llamamiento muy serio a la
conversión, es una llamada muy exigente a transformar la vida; no la podemos
dejar igual después de la Cuaresma. Nosotros podríamos asustarnos al ver el
programa de conversión que se nos propone y al darnos cuenta de lo que
significa convertir la propia personalidad, convertir los propios sentimientos,
convertir la propia inteligencia, convertir la propia voluntad, cambiar
totalmente la propia existencia.
Esta conversión se nos podría hacer un camino tan impracticable, una
cumbre tan elevada, que en el corazón puede llegar a aparecer el miedo. Un
miedo que nos hace incapaces de poder transformar nuestra vida, un miedo que,
incluso, nos puede hacer rebeldes contra las mismas necesidades de
transformación, y entonces quedarnos, a la hora de la hora, con el miedo, con
la rebeldía y sin la transformación.
¡Qué serio es esto!, porque puede ser que nuestra vida se nos esté yendo
como agua entre los dedos y no terminar de afianzar la transformación que
nosotros necesitamos llevar a cabo en nuestra alma, y no terminar de consolidar
en nuestra alma la exigencia de una auténtica transformación cristiana.
¡Cuántas Cuaresmas hemos vivido! ¡Cuántos llamados a la conversión!
Cuántas veces hemos escuchado el “arrepiéntete” y, sin embargo, ¿dónde estamos
en este camino? Creo que el Evangelio de hoy podría ser para todos nosotros
algo muy significativo, porque Jesucristo nos habla de cómo todos tenemos esa
presencia, de una forma o de otra, del alejamiento de Dios: el pecado en
nuestro corazón.
El episodio de la mujer adúltera es un episodio en el cual Jesucristo se
encuentra no tanto con la realidad del pecado, cuanto con la visión que el
hombre tiene del propio pecado. Por una parte están los acusadores, los hombres
que dicen: “Esta mujer es adúltera y por lo tanto debe ser condenada a muerte
por lapidación”. Por otra parte está la mujer que, evidentemente, también está
en pecado.
Qué fuerte es el hecho de que Jesús se atreva a cuestionar la
legitimidad que tienen todos esos hombres de castigar a esa mujer, cuando ellos
mismos están en pecado. Sin embargo, todos ellos iban a convertirse en jueces y
en ejecutores de una ley, pensando que actuaban con plena justicia, como si el
pecado no estuviese en ellos. Y Jesús desenmascara, con la habilidad y
sencillez que a Él le caracteriza, la capacidad que tenemos los hombres en
nuestro interior de torcer las cosas para creernos justos cuando no lo somos,
cuando ni siquiera hemos rozado la capacidad de conversión que tenemos. De
creernos limpios cuando, a lo mejor, ni siquiera hemos tocado un poco el
misterio de nuestra auténtica conversión interior.
Este relato del Evangelio del domingo nos habla de un Jesús que nos
llama, que nos invita a atrevernos a sumergirnos en la realidad de nuestra
conversión: “El que esté sin pecado que tire la primera piedra”. No dice que la
mujer ha hecho bien, simplemente les pregunta si se han dado cuenta de cuál es
la justicia, la santidad que hay en cada una de sus almas: primero dense cuenta
de esto y luego pónganse a pensar si pueden tirarle piedras a alguien que está
en pecado. “Antes de ver la paja del ojo ajeno, quita la viga que hay en el
tuyo”.
La conversión supone la valentía de profundizar dentro de la propia
alma. La conversión supone la valentía de entrar al propio corazón, como Jesús
entra dentro del alma de estos hombres para que se den cuenta que todos tienen
pecado, que ninguno de ellos puede llegar a tirar ni siquiera una piedra. Pero,
muchas veces, lo que nos acaba pasando cuando rozamos el misterio de la
conversión de nuestra alma, cuando tocamos el misterio de que tenemos que
transformar comportamientos, afectos, actitudes, criterios, pensamientos,
juicios, es que nos da miedo y nos echamos para atrás y preferimos no tenerlo
delante de los ojos.
¿Quién se atrevería a bajar hasta lo más profundo del propio corazón si
no es acompañado de Dios nuestro Señor? ¿Quién se atrevería a tocar lo tremendo
de las propias infidelidades, de los propios egoísmos, de todo lo que uno es en
su vida, si no es acompañado por Dios? La pregunta más importante sería: ¿Ya
has sido capaz de bajar, acompañado de Dios nuestro Señor, a lo profundo de tu
corazón? ¿Ya has sido capaz de tocar el fondo de tu vida para verdaderamente
poder convertirte?
¡Cuántos esfuerzos de conversión hemos hecho a lo largo de nuestra vida!
Cuántas veces hemos intentado transformarnos, y no lo hemos logrado, porque
nunca hemos bajado hasta el fondo de nuestra alma, porque nunca nos hemos
atrevido a tomar a Jesús de la mano y permitirle que nos cure. Como el médico
que, para poder curar nuestra enfermedad, tiene que llegar a la raíz de la
misma, no puede conformarse simplemente con aplicar una cura superficial.
Ojalá que si en esta Cuaresma no hemos todavía transformado muchas cosas
y seguimos teniendo egoísmos, perezas, flojeras, miedos y tantas otras cosas,
por lo menos hayamos conseguido la gracia, el don de Dios, de permitirle bajar
con nosotros hasta el fondo de nuestro corazón, para que desde ahí, Él empiece
a sanarnos, Él empiece a transformarnos, Él empiece a cambiarnos. “Aunque
atraviese por cañadas oscuras nada temo, Señor, porque Tú estás conmigo”.
¡Cuántas veces lo más oscuro de nuestras vidas es nuestro corazón! No
oscuro porque esté muy manchado, sino oscuro porque ha sido poco iluminado;
porque preferimos dejar las cosas como están para no tener que cambiar algunas
actitudes. Hemos de entrar y tocar con sinceridad el fondo de nuestro corazón
para que Cristo nos quite los miedos que nos impiden llegar hasta el fondo,
para así poder transformar verdadera y cristianamente toda nuestra vida.
Que ésta sea la gracia principal que hayamos adquirido en esta Cuaresma
en la que el Señor, una vez más, nos ha llamado a la conversión y, sobre todo,
nos ha llamado a tenerle en lo profundo de nosotros mismos. CS
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