Cada vez son más los
que toman nota de ese dato que ponía de relieve hace unos años P. Richard: Dios
está presente en los pueblos pobres y marginados de la Tierra, y se está
ocultando lentamente en los pueblos ricos y poderosos. Los países del Tercer
Mundo son pobres en poder, dinero y tecnología, pero son más ricos en humanidad
y espiritualidad que las sociedades que los marginan.
Tal vez, el viejo
relato de Jesús expulsando del Templo a los mercaderes nos pone sobre la pista
(no la única) que puede explicar el porqué de este ocultamiento de Dios
precisamente en la sociedad del progreso y del bienestar. El contenido esencial
de la escena evangélica se puede resumir así: allí donde se busca el propio beneficio
no hay sitio para un Dios que es Padre de todos los hombres.
Cuando Jesús llega a
Jerusalén no encuentra gente que busca a Dios, sino comercio. El mismo Templo
se ha convertido en un gran mercado. Todo se compra y se vende. La religión
sigue funcionando, pero nadie escucha a Dios. Su voz queda silenciada por el
culto al dinero. Lo único que interesa es el propio beneficio.
Según el evangelista,
Jesús actúa movido por «el celo de la casa de Dios». El término griego
significa ardor, pasión. Jesús es un «apasionado» por la causa del verdadero
Dios y, cuando ve que está siendo desfigurado por intereses económicos,
reacciona con pasión denunciando esa religión equivocada e hipócrita. La actuación de Jesús
recuerda las terribles condenas pronunciadas en el pasado por los profetas de
Israel. Sólo citaré las palabras que Isaías pone en boca de Dios: «Estoy harto
de holocaustos... No me traigáis más dones vacíos ni incienso execrable... Yo
detesto vuestras solemnidades y fiestas; se me han vuelto una carga que no
soporto. Cuando extendéis las manos, cierro los ojos; aunque multipliquéis las
plegarias, no escucharé. Vuestras manos están llenas de sangre. Lavaos, apartad
de mi vista vuestras malas acciones. Cesad de obrar el mal, aprended a obrar el
bien. Buscad la justicia, levantad al oprimido; defended al huérfano, proteged
a la viuda. Entonces, venid» (Isaías 1, 11-18).
No es extraño que en
la «Europa de los mercaderes» se hable hoy de «crisis de Dios». Allí donde se
busca la propia ventaja o ganancia sin tener en cuenta el sufrimiento de los
necesitados, no hay sitio para el verdadero Dios.
Allí el anhelo de la
trascendencia se apaga y las exigencias del amor se olvidan. Esta Europa del
bienestar donde la crisis de Dios está ya generando una profunda crisis del hombre,
necesita escuchar un mensaje claro y apasionado: «Quien no practica la
justicia, y quien no ama a su hermano, no es de Dios» JAP
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