Laico Franciscano, 03 de Junio
Hermano laico profeso de la Orden de Hermanos Menores. Se dedicó a la
vida de piedad y al trabajo del campo hasta que entró en la casa retiro de
Bellegra (Roma). Fue limosnero durante cuarenta años y, aunque no tenía
estudios, edificó a las gentes con sus palabras germinadas en un corazón
acostumbrado a dialogar con Dios. Lo beatificó Juan Pablo II el 3 de octubre de
1999.
José Oddi, como se llamaba antes de entrar en la Orden de Frailes
Menores, nació en Vallinfreda (Roma), el 6 de junio de 1839, en el seno de una
familia pobre y muy religiosa. A los veinte años, mientras trabajaba en el
campo, sintió una misteriosa llamada, que fue madurando en las visitas que cada
tarde solía hacer a la iglesia, al volver del trabajo, para dialogar con Dios y
con la santísima Virgen, a quien estaba vinculado desde siempre por una
entrañable devoción filial.
Algunos meses después, juntamente con un grupo de peregrinos, fue a
visitar el Retiro de San Francisco, en Bellegra. Quedó impresionado por el
lugar y por la vida santa que llevaban los frailes. Pasaron otros cuatro años,
pero no podía olvidar aquella experiencia. Soñaba con el pequeño convento
franciscano. Volvió allí en la primavera de 1864. Salió a abrirle la puerta un
fraile, venerable por su edad y su aspecto. A José en el pueblo le habían
hablado de él, destacando su vida santa. Aquel anciano llevaba allí más de
cuarenta años abriendo la puerta a peregrinos y viandantes; para todos tenía
una palabra buena, una sonrisa y, si hacía falta, un reproche y un pan: se
llamaba fray Mariano de Roccacasale, también él proclamado beato el 3 de
octubre de 1999.
José acudió a pedirle consejo. Fray Mariano le dijo: «¡Sé bueno; sé
bueno, hijo mío!». Estas sencillas palabras fueron decisivas para su vida: en
el largo viaje de regreso a Vallinfreda, las palabras de fray Mariano
comenzaron a hacer mella en él con la fuerza de la verdad repentinamente
descubierta. A partir de entonces, aumentó el tiempo dedicado a la oración; se afianzaba
en él la certeza de la llamada.
Entró en el Retiro de Bellegra en 1871, superando la resistencia de sus
padres. Acogido al principio como «terciario oblato», pudo pronunciar los votos
solemnes en 1889. José inició una nueva vida: durante cuarenta años recorrió
los caminos de Subiaco pidiendo limosna. Analfabeto, pero ingenioso y fácil
para el diálogo, sorprendía a todos con sus palabras, que brotaban de un
corazón habituado a usarlas en los coloquios con Dios. Cuando la campana que
indicaba el silencio de la noche invitaba a los religiosos a descansar en su
celda, Diego se quedaba a hablar con el Señor; y a menudo este coloquio se
prolongaba toda la noche. Al recorrer los pueblos pidiendo limosna, hacia el
atardecer, entraba en la iglesia y asistía con los fieles a las funciones
litúrgicas. Después persuadía al sacristán para que se fuese a casa, porque él
se ocuparía de tocar al «Ave María» y de cerrar la iglesia. Así se quedaba a
menudo en oración durante toda la noche. De este continuo coloquio con el Señor
sacaba la sabiduría de la fe, que los demás luego recogían de sus palabras y
discursos. Verlo ayudar la misa y acercarse a la comunión equivalía a una
predicación.
Otra cosa que despertaba admiración era su austeridad y penitencia, que
trataba de ocultar, pero que quedaba de manifiesto a quien convivía con él o le
hospedaba cuando se dirigía a los pueblos a pedir limosna. Ocultaba esta virtud
bajo la sonrisa y respondiendo con ingeniosidad a las preguntas que le
dirigían. En su vida sencilla se podían descubrir las maravillas que Dios
obraba en él. Muchos fueron los milagros realizados a su paso; pero el más
auténtico era su vida.
Murió el 3 de junio de 1919. Lo beatificó Juan Pablo II el 3 de octubre
de 1999.
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