Frutos
del don de la fortaleza
Antes de
la Ascensión, Jesús dice a los apóstoles: «Permanezcan en la ciudad hasta que
sean revestidos de poder desde lo alto. Recibirán la fuerza del Espíritu Santo,
que vendrá sobre ustedes» (Lc 24, 49;
Hech 1, 3-4). El día de Pentecostés, impulsados por “las ráfagas” del
Espíritu y el “fuego” que hacía arder sus palabras, los apóstoles se llenaron
de valentía para predicar a Cristo (Hech
2, 2-4. 14-40). A través de su audacia, se cumplió la promesa de Cristo: “Cuando
venga el Espíritu de la verdad, dará testimonio de mí. Y también ustedes darán
testimonio de mí” (Jn 15, 26-27). Un
testimonio que los apóstoles consumirán con el martirio cruento.
Esta es
la fortaleza, don del Espíritu Santo. Hay una fortaleza humana, propia de los
hombres valerosos. Corona las demás virtudes – a la caridad, celo, humildad,
etc. – dándoles consistencia y fuerza. Sin embargo, tiene un límite inevitable:
la debilidad humana. El don del Espíritu Santo perfecciona esta virtud dando
fuerza y energía para hacer o padecer intrépidamente cosas grandes, a pesar de
todas las dificultades. Nos es necesaria para resistir las tentaciones fuertes
o persistentes, para emprender grandes obras, para superar la persecución, para
practicar con perfección y perseverancia las virtudes.
La
fortaleza y la oración
El don de
la fortaleza también contribuye a nuestra oración. Conocemos bien su dificultad
múltiple, la lucha contra el cansancio, el sueño, las distracciones, la aridez.
Quien se propone llevar con seriedad una vida de oración, a dedicar un espacio
diario a la oración mental, descubre que ni siquiera el paso de los años le
permite afrontar sin dificultad la consigna del Señor a “orar sin desfallecer”
(Lc 18, 1). Allí está Getsemaní. Cristo
ha dicho a los apóstoles: “Velad y orad”, pero no resisten. No es sólo
cansancio físico, es también pesadumbre anímica. San Lucas nos dice que el
Señor les encontró “dormidos por la tristeza” (Lc 22, 45) y Él mismo los
excusa: “El espíritu está pronto, pero la carne es débil” (Mc 14, 38).
El espíritu humano no es suficiente, necesitarán el “poder que viene de lo
alto”. Jesús, al contrario, quien bajo el impulso del Espíritu ya había
afrontado los 40 días del desierto (Lc 4, 1-2), ahora “sumido en agonía,
insistía más en su oración” (Lc 22, 44).
Pidamos
la fuerza del Espíritu Santo para perseverar en la oración como más tarde los
apóstoles supieron hacerlo, junto con María (Hech 1, 14; 2, 42-46). El Señor quizás sólo quiere ver la
sinceridad de nuestro empeño y la humildad de nuestra súplica para darnos este
don.
El don de
la fortaleza en los momentos difíciles
El don
también es necesario para la oración bajo otra luz. Dentro de la dinámica
propia de la oración no es raro que la voluntad se retraiga frente a alguna
moción del mismo Espíritu. Cuando nos pide el Señor un sacrificio especial,
acoger su voluntad en una enfermedad, en alguna noticia familiar triste, en una
situación personal dolorosa. O quizás lo que nos pide el Señor no parece tan
dramático, pero no encontramos en nosotros la fuerza para aceptarlo, para
decidirnos a cambiar o a trabajar. Pidamos al Espíritu Santo que venga con su
fortaleza en ayuda de nuestra debilidad.
Finalmente,
está la oración, que bajo el impulso del Espíritu se abre no sólo a acoger la
voluntad de Dios sino a pedir una mayor identidad con Cristo, víctima por
nuestros pecados. Jesucristo después “de ofrecer ruegos y súplicas con poderoso
clamor y lágrimas al que podía salvarle de la muerte”, acogió con obediencia
voluntaria el designio de su Padre y “por el Espíritu Eterno se ofreció a sí
mismo sin tacha a Dios” (Heb 5, 7-8; 9, 14).
No nos es
fácil rezar así con sinceridad. Sin embargo, el Espíritu Santo nos puede llevar
a penetrar el Corazón de Cristo, a ver todo como él lo ve, a tener “el
pensamiento de Cristo” según una frase de San Pablo (1Co 2, 16).
Entonces con el don de su fortaleza hace posible que pidamos de verdad sufrir
con Cristo por la expiación de los pecados y la redención de los hombres. DC
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