Para una
buena oración ayudan mucho las actitudes del corazón. Una de estas actitudes es
la del hijo, y es la que vamos a reflexionar ahora a la luz del don de la
piedad.
¿Qué es
un corazón filial? A veces uno encuentra almas de verdad “filiales”. En la
vida, significa una persona muy a gusto con sus papás, atenta, agradecida,
considerada, “que se siente como en casa” junto a ellos. Por el contrario,
entendemos lo triste que es carecer del buen corazón filial, el hijo
malagradecido o sencillamente egoísta.
¿Cómo
tener un corazón filial con Dios?
En la
vida espiritual, la persona con corazón filial tiene una relación muy “fresca”
con Dios, muy abierta a Él, confiada en Él. Esta persona también disfruta
acudir con la Santísima Virgen María. Se siente hijo de la Iglesia, del Papa.
Si pertenece a una congregación religiosa, vive una relación confiada con los
superiores. Normalmente un alma así tiene una vida de oración fervorosa, y se
palpa la presencia del don de la piedad.
Y en
relación a nosotros, ¿cómo puede ser nuestro corazón filial delante de Dios? Ya
somos hijos de Dios por el bautismo. Al designar a Dios con el nombre de
“Padre”, la revelación acoge la experiencia de la paternidad y maternidad
humanas para revelar quién es Dios Padre. Más aún, Dios transciende también la
paternidad y la maternidad humanas, con sus valores y fallos. Nadie es padre
como lo es Dios. Y nadie es huérfano de Dios.
¿Qué es
el don de piedad?
El don de
la piedad perfecciona esta experiencia de la fe. El Espíritu sana nuestro
corazón de todo tipo de dureza y lo abre a la ternura para con Dios y para con
los hermanos. La ternura como actitud sinceramente filial para con Dios se
expresa en la oración. La experiencia de la propia pobreza existencial, del
vacío que las cosas terrenas dejan en el alma, suscita en el hombre la
necesidad de recurrir a Dios para obtener gracia, ayuda, perdón. El don de la
piedad orienta y alimenta dicha exigencia, enriqueciéndola con sentimientos de
profunda confianza para con Dios, experimentado como Padre providente y bueno.
(Cfr. Juan Pablo II, 28 de mayo de 1989). Santo Tomás lo explica así: “los
dones del Espíritu Santo son ciertas disposiciones habituales del alma que la
hacen ser dócil a la acción del Espíritu Santo. Ahora bien: entre otras
mociones del Espíritu Santo, hay una que nos impulsa a tener un afecto filial
para con Dios, según expresión de Rom 8:15, Habéis recibido el Espíritu de
adopción filial por el que clamamos: ¡Abba! ¡Padre!”
Frutos de
la piedad
Esta
moción nos permite “sentir” a Dios como Padre buenísimo y amoroso casi de modo inmediato,
se podría decir con “una primariedad sobrenatural”. El corazón se dilata de
amor y de confianza para con Dios. La oración ya no es la búsqueda penosa de un
ausente, sino el despertarnos a la mirada amorosa del Presente: un Dios que ya
está esperándonos en la oración, escudriñando nuestro corazón, el padre que “ve
en lo secreto y recompensará”. Es cierto que muchas veces entrar en la
presencia de Dios necesita un trabajo nuestro, y debemos hacerlo. Con el
ejercicio de la virtud, se hace más fácil, pronto. Pero cuando el Espíritu
Santo nos dona la piedad podemos espontáneamente aclamar “Abba”. Los ejercicios
de piedad dejan de ser una carga pesada y se hacen una verdadera necesidad del
alma, un suspiro del corazón hacia Dios. Incluso cuando la sequedad turba la
facilidad sensible de la comunicación con Dios, el don de la piedad es capaz de
recibir esta privación penosa con paciencia, y aun con alegría, porque viene de
un Padre que no se oculta sino para que el alma le busque. Y, como no desea
sino darle gusto, goza en padecer por Él. Así Cristo en medio de oración
sufrida en Getsemaní no dejó de decir “Abba. Padre”
Pidamos
este don al Padre, pidiéndole que escuche la oración de Jesucristo mismo: “Rogaré
al Padre para que os envíe otro Paráclito” (Jn 14, 16). DC
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