jueves, 2 de agosto de 2018

Andrés Avelino Gutiérrez Moral, Beato

Sacerdote y Mártir, 03 de Agosto
Martirologio Romano: En San Justo, Oviedo, España, Beato Andrés Avelino Gutiérrez Morales de la Congregación de la Misión; asesinado por odio a la fe (1936)
Fecha de beatificación: 13 de octubre de 2013, durante el pontificado de S.S. Francisco.

Salazar de Amaya es una aldea burgalesa asentada a la sombra de la Peña Amaya, testigo del nacimiento de Castilla, era 894. En ella nació el P. Gutiérrez el 11 de noviembre de 1886. Sus padres se llamaron Juan y Vicenta.
De temperamento muy en consonancia con el paisaje bra­vío que le vio nacer, desde chico fue de famosos hechos, y no santos. Para muestra, todo un señor botón.
Cuando él tenía diez años, cierta mujer del pueblo sorprendió a Andrés Avelino y a otro guaja haciendo una trave­sura gorda y los reprendió severamente y aun dizque les in­sultó más de la cuenta. Con buena gentecilla se metió la pobre. La molieron a golpes; tanto, que, creyéndola muerta, la tira­ron a un arroyo, y gracias a que en el hilillo de agua que por él corría halló la infeliz su resurrección.
Pero el cachorrillo se dejaba domar y aun gobernar por la mansedumbre de una corderilla, su hermana, algo mayor de edad. A ella debió —es confesión propia— que su Primera Comunión fuera ejemplarísima; a ella, el haberse aprendido, como nadie, el Catecismo; a ella, la vocación religiosa.
Porque, sí, señor; con asombro inaudito de todos los veci­nos de Salazar, un día corrió por el pueblo este clamor: “¡An­drés se ha ido fraile!”
Y para fraile se metió a estudiar en la Escuela Apostólica de Tardajos.
A punto estuvo de darles la razón a sus paisanos, que de­cían: “¡Ese, fraile! No tardará en volver ¡Es imposible que persevere tan buena pieza!” Y el caso fue que “le picó la mosca”, sin que le aprovecharan, ni poco ni mucho, los conse­jos sabios de los respetables y reverendos Padres, sus profe­sores; mas Dios, que cuando quiere aprovecha incluso con el veneno, se sirvió de un apostoliquillo para reducir al rebelde, cuando mismo, maleta en mano, se disponía a abandonar el Colegio.
Terminados felizmente sus estudios de humanidades, in­gresó en el noviciado de la Congregación de la Misión, el año 1903. Pronunciados a su debido tiempo los santos votos, es­tudiada la Filosofía en Hortaleza y la Teología en Madrid, aun sin recibir las sagradas Órdenes, fue destinado como pro­fesor al Colegio de Limpias. Sobre su conducta durante el es­tudiantado nada de especial es de advertir, si no son algunos borbotones de su carácter violento, sobre los que hay que echar mi velo de indulgencia. Nada tiene de extraño, que la fierecilla se revolviera y mordiera las cadenas con que su fuer­za de voluntad la aprisionaba. Y no disimulamos —nótese bien—en nuestros biografiados sus defectos, precisamente para destacar más el efecto de la gracia divina, que sale boyante entre el mar furioso de pasiones que en el hombre o la mujer nacen como las espinas en la tierra.
Al año de su estancia en Limpias se ordenó. Su actuación como profesor fue brillantísima y eficacísima. Su sola mirada llamaba al orden a los colegiales. Alguien dijo entonces que tres como el P. Gutiérrez bastaban para regir mi ejército de colegiales.
Desde 1917 a 1930 estuvo de residencia en Tardajos, con destino a las Misiones en la provincia de Burgos, en los últi­mos años como Director. Para la predicación misionera se dis­ponía concienzudamente: nunca se repetía, afirma un testigo. Su talento, extraordinario, y su erudición, abundante, exqui­sita, no le dispensaba, en su recto juicio, del estudio constan­te. No manojo, sino maraña de nervios, era exageradísimo en los gestos, aunque con los años se fue moderando. Sudaba en­tre témpanos de nieve y gritaba con desafuero: en una Nove­na-Misión que predicó en, el Santuario de los Milagros, decía la gente: “Pensa, pensa, que con berrar está todo feito”. Decía mal su bravura con la melosidad gallega. Él era trompeta y aun trombón que sonaba demasiado fuerte en la terriña de las gaitas. En Burgos se le llamaba “El Padre Tareas”.
Desde 1930 a 1933 estuvo destinado en la ciudad de Oren­se, dedicado al servicio de la iglesia encargada a la Comuni­dad; pero más a la predicación de los Preceptos y otros sermones sueltos en los pueblos de la provincia.
Mediando el año 1933 fue trasladado a Gijón. Aquí le es­peraba la Providencia divina —serutans corda et renes Deus ­para otorgarle el singular privilegio del martirio. ¿Cómo fue? Terrible. Apuntemos los datos conocidos. Uno de sus asesinos fue detenido en Valencia, a poco de terminada la guerra, y se le obligó a recomponer la escena.
El motivo ocasional de su detención lo refiere así el Padre Lozano: “… El P. Gutiérrez fue un día llamado por teléfono. ¿Fue una penitenta? Así le dijeron, y él se lo creyó cumplidamente. Quienquiera que fuese, comenzó por preguntarle si estaba en el puerto el crucero Cervera. El barco en cuestión era enton­ces el terror de Gijón. Sin darse cuenta de ello y de que los teléfonos todos estaban intervenidos, el Sr. Gutiérrez contestó al interlocutor dando toda suerte de detalles sobre la presencia del barco y algunas de sus características técnicas. Media hora después, los ridículos milicianos, que tantos días les habían visitado, se presentaban en casa preguntando por él y se lo llevaban para no volver. Por la noche, ya se comentaba que había estado en complicidad con el Cervera.”
3 de agosto. Invención del cuerpo del Protomártir San Es­teban. Esta es la fecha.
Y el monte de San Justo, a poca distancia relativamente de Villaviciosa, trasunto del Calvario. A su falda se paró el coche fatal. Largo había sido el paseo.
Las fieras, al ver en su cubil a la víctima, ¡cómo gozan! ¡Y se regodean! Despiértanse instintos de trogloditas. Hay de­talles canibalescos.
Con gran rapidez se apearon los milicianos, la gavilla de esbirros, y a empujones le hicieron bajar al P. Gutiérrez.
La subida al monte, penosa y triste, pero piadosa. “Iba hablando solo”, decía el asesino Fraisón. Por lo visto, rezaba. Llegaron más arriba de “La Venta de la Rana”. Y el león hecho cordero, camino de su inmolación, tenía presente la imagen del Inmaculado. ¡Tantos años aprendiendo la lección de mansedumbre que Él tanto ponderó poniéndose como Maes­tro de teoría y práctica! Su geniazo, reprimido muchas veces, mas nunca debilitado, que con tanta frecuencia había servido de ejercicio de paciencia a los hermanos, se había embotado al fin. Genio y figura, dicen, hasta la sepultura. Se equivocó el refrán por esta vez. En aquellos meses en que se veía a las bestias revolucionarias tejer con febril empeño los últimos plin­tos de la urdimbre maldita, el P. Gutiérrez dio un cambiazo. Su pasión dominante cayó hecha una piltrafa. Había logrado, en fiera lid, total victoria.
Por eso, ante el Comité de El Llano guardó silencio y no desmenuzó entre sus uñas al desgraciado presidente, Campa­nal, que Dios haya perdonado.
Por eso, no rechinaron ya sus dientes cuando le insultaban, o le cacheaban desvergonzados, o le maltrataban.
Por eso, cuando ellos blasfemaban, él rezaba. Y por lo bajo, sin afán de reto, sin alarde corajudo.
Por eso, tranquilamente, santamente, cristianamente, subía y subía por la senda que él trabajosamente abría entre la maleza del monte de San Justo.
Antes que él se cansó el tropel de bárbaros.Y sonó la descarga cerrada. Era la rabia del infierno con­vertida en pólvora. Resonaron los tiros en los cercanos “casines”. ¡Ay! De ninguno de ellos surgió una Verónica. Pero han guardado una frase de incalificable fiereza: —”No hay tiro de gracia; que sufra y se…” Era un lunes, por la mañana. El sadismo de aquellos tigres se satisfizo largo rato, vién­dole padecer, entre cuchufletas, sarcasmos y burlas. Al fin, se fueron los criminales. Y las horas de espantosa agonía continuaron. A voces pedía auxilio. Sus alaridos repercutían a lo lejos; mas sólo las montañas los recibían compasivas. Los humanos de los contornos, que los oían, eran menos impresionables que las piedras. Dizque temían a los rojos emboscados. Pero, no; que para robarle el reloj ya tuvieron ánimo. ¿No sería consigna infernal no rematarle para que se des­esperase? Mas el Ángel Consolador estaría a su lado, como hizo en el Huerto de Getsemaní, cuando el Divino Agonizante quiso con el sudor de su sangre regar la tierra. De las ramas de los ar­bustos entre los cuales cayó el P. Gutiérrez cuelgan rubíes, que son las gotas de su sangre, y con ellas empurpura también el suelo. ¡Trágica estampa la que ofrecía el pobre malherido: incor­porándose y volviendo a caer, siendo inútiles todos sus esfuer­zos por levantarse y echar a andar! Todavía, al cabo de tres años, se notaba el hoyo que su pie hiciera, al servir en vano de palanca para la erección. Expiró.
De Villaviciosa vino el carro de recoger las basuras de la calle, para transportar el cadáver.
Abochorna el decirlo, pero es menester; que se entienda de qué indignidades somos capaces los civilizados, si Dios nos deja de su mano. Y es que el carretero, al conducirlo, pegaba palos al cadá­ver, diciendo “¡Me c… en tu alma!”…
El lugar del espantoso crimen y del triunfo admirable está hoy acotado: una reja lo circunda y en su centro se levanta airosa la Cruz redentora.
En el Cementerio Ceares, de Gijón, descansan los restos gloriosos del invicto Mártir. Fueron a él trasladados al termi­nar la guerra en Asturias. En el Cielo está su alma. Porque sufrió la prueba, ha reci­bido la corona de la vida, prometida por Dios a los que le aman.

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