Texto del Evangelio (Mt 22,1-14): En aquel tiempo, Jesús propuso esta otra parábola a los grandes
sacerdotes y a los notables del pueblo: «El Reino de los Cielos es semejante a
un rey que celebró el banquete de bodas de su hijo. Envió a sus siervos a
llamar a los invitados a la boda, pero no quisieron venir. Envió todavía a
otros siervos, con este encargo: ‘Decid a los invitados: Mirad, mi banquete
está preparado, se han matado ya mis novillos y animales cebados, y todo está a
punto; venid a la boda’. Pero ellos, sin hacer caso, se fueron el uno a su
campo, el otro a su negocio; y los demás agarraron a los siervos, los
escarnecieron y los mataron. Se airó el rey y, enviando sus tropas, dio muerte
a aquellos homicidas y prendió fuego a su ciudad.
»Entonces dice a sus siervos: ‘La boda está
preparada, pero los invitados no eran dignos. Id, pues, a los cruces de los
caminos y, a cuantos encontréis, invitadlos a la boda’. Los siervos salieron a
los caminos, reunieron a todos los que encontraron, malos y buenos, y la sala
de bodas se llenó de comensales. Entró el rey a ver a los comensales, y al
notar que había allí uno que no tenía traje de boda, le dice: ‘Amigo, ¿cómo has
entrado aquí sin traje de boda?’. Él se quedó callado. Entonces el rey dijo a
los sirvientes: ‘Atadle de pies y manos, y echadle a las tinieblas de fuera;
allí será el llanto y el rechinar de dientes’. Porque muchos son llamados, mas
pocos escogidos».
«Mi banquete está preparado, se han
matado ya mis novillos y animales cebados, y todo está a punto; venid a la
boda»
Comentario: Rev. D. David AMADO i
Fernández (Barcelona, España)
Hoy, la parábola
evangélica nos habla del banquete del Reino. Es una figura recurrente en la
predicación de Jesús. Se trata de esa fiesta de bodas que sucederá al final de
los tiempos y que será la unión de Jesús con su Iglesia. Ella es la esposa de
Cristo que camina en el mundo, pero que se unirá finalmente a su Amado para
siempre. Dios Padre ha preparado esa fiesta y quiere que todos los hombres
asistan a ella. Por eso dice a todos los hombres: «Venid a la boda» (Mt 22,4).
La parábola, sin
embargo, tiene un desarrollo trágico, pues muchos, «sin hacer caso, se fueron
el uno a su campo, el otro a su negocio...» (Mt 22,5). Por eso, la misericordia
de Dios va dirigiéndose a personas cada vez más lejanas. Es como un novio que
va a casarse e invita a sus familiares y amigos, pero éstos no quieren ir;
llama después a conocidos y compañeros de trabajo y a vecinos, pero ponen
excusas; finalmente se dirige a cualquier persona que encuentra, porque tiene
preparado un banquete y quiere que haya invitados a la mesa. Algo semejante
ocurre con Dios.
Pero, también, los
distintos personajes que aparecen en la parábola pueden ser imagen de los estados
de nuestra alma. Por la gracia bautismal somos amigos de Dios y coherederos con
Cristo: tenemos un lugar reservado en el banquete. Si olvidamos nuestra
condición de hijos, Dios pasa a tratarnos como conocidos y sigue invitándonos.
Si dejamos morir en nosotros la gracia, nos convertimos en gente del camino,
transeúntes sin oficio ni beneficio en las cosas del Reino. Pero Dios sigue
llamando.
La llamada llega en
cualquier momento. Es por invitación. Nadie tiene derecho. Es Dios quien se
fija en nosotros y nos dice: «¡Venid a la boda!». Y la invitación hay que
acogerla con palabras y hechos. Por eso aquel invitado mal vestido es
expulsado: «Amigo, ¿cómo has entrado aquí sin traje de boda?» (Mt 22,12).
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