Tener fe o no tener fe, esa es la cuestión
Hay personas con fe y personas sin fe. Personas que
la tienen y viven como si no la tuvieran; y personas que no la tienen y
quisieran tenerla. Personas que nacen en el seno de una familia cristiana y son
casi genéticamente cristianas. Personas a las que nunca nadie habló de Dios, no
lo conocen y por falta de experiencia “divina” carecen de sensibilidad para las
cosas espirituales. La fe no les dice nada, porque no pueden imaginar lo que es
tenerla. Personas que perdieron la fe que alguna vez tuvieron; se les quedó por
el camino y no les interesa mucho por dónde. No les dice nada porque se
aburrieron de lo que creían. Personas ansiosas por encontrar un sentido a la
rutina de sus vidas.
En estas breves páginas, quisiera explicar al
creyente (que más allá de crisis coyunturales nunca ha experimentado lo que es
vivir sin fe) el problema de quien carece de fe. Porque, digámoslo de entrada,
aunque no sea consciente, quien no tiene fe tiene un problema muy serio.
¿Cuál es el problema de quien carece de fe?
Para comenzar, se pierde de conocer mucho de la
realidad. Y, en concreto, lo más elevado.
Puede alcanzar sólo una visión muy superficial de
la vida humana: lo que se ve, se oye, se come, engorda, enferma, etc. Pero el
hombre es bastante más que una máquina que procesa comida, trabaja y se
reproduce. Quien pierde el espíritu humano (lo más valioso del hombre) pierde
mucho (y la relación con Dios es la expresión más alta del espíritu humano). Pierde,
además, la trascendencia y su vida queda así encerrada en la “cárcel” de la
inmanencia de este mundo. Podrá disfrutar muchas cosas, divertirse, etc., pero
su vida -considerada globalmente- se ha convertido en un camino hacia el cáncer
y la tumba. Es duro, pero no cabe esperar otra cosa. Pierde el sentido más
profundo del amor, que sin espíritu queda reducido a mero placer. Se le escapa
el sentido más profundo de la vida (para qué vivo, dónde voy…). No sabe de
dónde viene ni adónde va.
No es capaz de alcanzar lo único que, en
definitiva, realmente importa. No tiene una sola respuesta para los problemas
cruciales de la existencia humana. Como reconocía un premio Nobel español,
agnóstico, lleno de tristeza hacia el final de su vida: “no tengo una sola
respuesta para las cosas que realmente me interesan. Soy un sabio muy especial.
Un sabio que no sabe nada de lo que le importa”.
Quien dice que sólo creerá lo que toque y vea “si
no lo veo no lo creo”, en realidad no sabe lo que está diciendo. La realidad
más profunda de las cosas no está a nivel superficial y, por tanto, está fuera
del alcance de los sentidos. No se ve con los ojos, no se pesa en una balanza,
ni siquiera se alcanza con un microscopio. Se “ve” con la inteligencia, pero
más allá de donde llegan los sentidos. Y, la verdad más grande -cómo es la vida
íntima de Dios-, supera incluso esta capacidad intelectual de “ver”: sólo se
accede a ella por la fe.
De modo brillante y resumido se lo explica el zorro
al Principito cuando le dice: “no se puede ver sino con el corazón. Lo esencial
está oculto a los ojos” (Antoine de Saint-Exupery, El Principito, XXI).
El hombre sin fe nunca llega a entender algunas de
las cosas más importantes de su vida, como por ejemplo:
- La felicidad y las ansias de infinito
- Las realidades espirituales
- El sentido de la vida (para qué estamos acá)
- Los anhelos más profundos de la persona
- El fracaso
- El dolor
- La muerte (tanto en general, como la propia y la de los seres queridos)
- Y sobre todo lo que viene después.
Quien se cierra en su no-creencia tiene cerrado el
acceso a Dios, a la redención, a la salvación. Cerrado a la trascendencia, está
cerrado a su desarrollo más pleno, y sobre todo a la felicidad perfecta.
En el ser humano hay unas ansias de infinito que no
es posible reprimir: nada de este mundo lo satisface plenamente, porque las
cosas de aquí le “quedan chicas”. Esas ansias de infinito serán saciadas
después de esta vida. Por eso quien está cerrado a la trascendencia, está
frustrado existencialmente, pues le resulta imposible concebir como posible la
satisfacción de la tendencia más radical de su ser: su tendencia a la plenitud.
Sólo quien sabe quién es puede vivir con plenitud
En la Misa inaugural de su Pontificado Benedicto
XVI recordó que “únicamente donde se ve a Dios, comienza realmente la vida.
Sólo cuando encontramos en Cristo al Dios vivo, conocemos lo que es la vida. No
somos el producto casual y sin sentido de la evolución. Cada uno de nosotros es
el fruto de un pensamiento de Dios. Cada uno de nosotros es querido, cada uno
es amado, cada uno es necesario. Nada hay más hermoso que haber sido
alcanzados, sorprendidos, por el Evangelio, por Cristo. Nada más bello que
conocerle y comunicar a los otros la amistad con él. La tarea del pastor, del
pescador de hombres, puede parecer a veces gravosa. Pero es gozosa y grande,
porque en definitiva es un servicio a la alegría, a la alegría de Dios que
quiere hacer su entrada en el mundo” (Benedicto XVI, Homilía del 24.4.05).
El hombre sin fe, se pierde lo mejor de la vida
(que no necesariamente es lo más divertido): Dios y la vida eterna quedan fuera
del horizonte de su vida y de su alcance.
Algunos, con buen corazón, pueden ocuparse de cosas
muy nobles, como la ciencia o el arte; también contribuir al bien temporal de
los demás. Todo esto es muy bueno. Pero, les falta algo, en realidad mucho: la
apertura al infinito y la perfección, que da sentido y valor a lo que hacen.
Para ellos, este bien, en cierta manera, se convierte en un camino hacia Dios.
Otros -quizá coherentemente con su visión
materialista de vida (quien no cree en la trascendencia queda “encerrado” en la
materia)- viven en la frivolidad (“comamos y bebamos que mañana moriremos”)
pueden distraerse (dis-traerse: alejar la atención de lo importante),
entretenerse (entre-tener: pasar ligeramente un rato entre dos cosas),
divertirse (ocuparse jugando de cosas livianas), vivir en y para la pavada.
La sociedad actual (tecnológica) les ofrece todo
tipo de medios para conseguirlo... y pueden distraerse, entretenerse y divertirse
con bastante éxito... y de a ratos olvidarse de quienes son, pero no se
realizan: pierden la vida.
Pueden pasar su existencia distraídos, entretenidos
y divertidos (con la atención fuera de lo que lo conduciría a una vida
realizada). Incluso morir sin darse cuenta. Pero al final, se desvelará el
misterio y se verá cómo han frustrado su existencia llenándola de nada.
¿Es cómodo ser creyente?
Hay quienes repiten una frase gastada: “es duro ser
no creyente”. Como si la postura de los creyentes fuera más
cómoda. Como si los no creyentes fueran más honrados al no creer el precio de
su inseguridad (cosa realmente dolorosa).
Esta expresión tiene dos partes.
Ser creyente es mucho más seguro y, al mismo
tiempo, exigente. Es cierto que sin fe se carece de la seguridad del creyente.
Y esto no puede no ser duro. Pero también puede resultar muy cómodo. No se
puede conocer el interior de las personas. Hay quienes para estar cómodos
“pagan” el precio de vivir en la oscuridad. No se comprometen con la verdad, no
la buscan. Viven tranquilos en su ignorancia para no exponerse a tener que
hacer aquellas cosas que les exigiría la fe si la encontraran… y por eso
prefieren no buscarla. No están condenados a no creer. Quienes son honestos
consigo mismo nunca abandonan la búsqueda de la verdad.
La curiosa pretensión del agnóstico Resulta
realmente curioso el planteo del agnóstico: afirmar la imposibilidad de conocer
lo que él no conoce...
¿No sería más razonable afirmar simplemente que él
todavía no pudo conocer lo que no conoce? Hace una extrapolación que no es
válida: pasar de un dato particular (su no-conocimiento personal de Dios) a la
afirmación general de la imposibilidad del mismo. Pero que él no conozca no
demuestra en lo más mínimo que sea imposible conocer.
La fe es el tesoro escondido en un campo. No haberlo encontrado todavía no alcanza para negar
su existencia. Sólo prueba que debo seguir buscando. En cambio, parece bastante
irrefutable el hecho de que muchas personas cuerdas (no están locas) han vendido
todo lo que tenían para comprar ese campo...
La fe y las apuestas
Quien no cree arriesga demasiado.
La fe no es cuestión de probabilidades, tampoco de
cálculos de intereses y conveniencias, pero hace ya mucho tiempo, una mente
matemática como la de Pascal planteó las siguientes alternativas:
- Si creo en Dios y Dios existe, lo he ganado todo.
- Si creo en Dios y Dios no existe, no pierdo nada.
- Si no creo en Dios y Dios existe, lo pierdo todo.
- Si no creo en Dios y Dios no existe, no gano nada.
Pero no es cuestión de apuestas. La fe no es una
apuesta, aunque por cálculo de probabilidades tenga más chances de ganar. No
cree el que quiere sino el que puede. La fe es un don que Dios no niega a
nadie. Es un misterio de la gracia y la libertad humana.
Impresiona ver a Jesús dar gracias al Padre
celestial porque se ha mostrado a los humildes y ha ocultado a los que se
tienen a sí mismos por sabios y prudentes (cfr. Mt 11,25). Dios se esconde y se
muestra. Sólo los humildes son capaces de ver.
La verdad no se impone: cada uno debe recorrer el
camino que conduce a ella. Un camino muy personal. Buscar la verdad y ponerse
en condiciones de poder encontrar a Dios.
No se trata de conseguir entender a Dios, sino de
encontrarlo. Y cuando se lo encuentra, entonces, se entiende y sobretodo se lo
ama.
Ser capaz de escuchar a Dios y ser capaz de hablar
a Dios ¿Cómo se llega a encontrar a Dios, a escucharlo y hablarle? “¿Hay que
aprender a hablar con Dios?”
Uno puede ser -o volverse- sordo para las cosas de
Dios. “El órgano de Dios, explica el Card. Ratzinger, puede atrofiarse hasta el
punto de que las palabras de la fe se tornen completamente carentes de
sentido”.
“Y quien no tiene oído tampoco puede hablar, porque
sordera y mudez van unidas”. Entonces habrá que aprender -hacerse capaz- a
comunicarse con Dios. “Poco a poco se aprende a leer la escritura cifrada de
Dios, a hablar su lenguaje y a entender a Dios, aunque nunca del todo. Poco a
poco uno mismo podrá rezar y hablar con Dios, al principio de manera infantil
-en cierto modo siempre seremos niños-, pero después cada vez mejor, con sus
propias palabras” (Joseph Ratzinger, Dios y el mundo, p. 16).
¿Cómo?
No hay fórmulas mágicas, hay recorridos. En primer
lugar, con la apertura a la trascendencia: quien descartara de entrada la
posibilidad de lo sobrenatural, cerraría la puerta a la verdad. Estaría
rechazando apriorísticamente la existencia de algo que no es irracional. Y con
esta actitud obviamente, difícilmente encontrará aquello cuya existencia
rechaza voluntariamente. Pero no es que la verdad se le oculte, sencillamente
la niega.
Después con todo lo que favorece la actividad del
espíritu: arte, poesía, música, etc. Las expresiones del espíritu humano.
- Con el realismo filosófico.
- Con la lectura de vidas ejemplares (los santos), y en particular con el recorrido de los grandes conversos de la historia.
- Con la lectura de la Sagrada Escritura: Dios habla en ella.
- Con la oración. Incluso aunque parezca que no sirve para nada: Dios escucha aunque yo no sea consciente de su presencia.
Un secreto
Georges Chevrot nos explica que “Dios se hace amar
antes que hacerse comprender” (El pozo de Sicar, Ed. Rialp, p. 291). En efecto,
a Dios lo conocemos más a través del amor que de la inteligencia. Juan entendió
más a Jesús no porque fuera más inteligente sino porque amó más y, por tanto,
tuvo más intimidad con Él. Quien no lo entiende, debería comenzar a tratar de
amarlo y lo acabará entendiendo. El camino inverso no es de éxito seguro: con
facilidad se enreda por la soberbia, y para encontrar la fe, la humildad es
requisito fundamental. Y a quien lo entiende –aquel a quien el cristianismo le
“cierra” perfectamente– todavía le queda camino por recorrer, para llegar a
amarlo con todo el corazón. Buscarlo, intentar dirigirse a Él, incluso antes de
creer en Él. La fe es un acto de conocimiento, pero también supone el ejercicio
de la voluntad: hay que querer creer. Es difícil que alguien queriendo no creer
llegue a creer. Dios no fuerza nuestra libertad. Son muy raros los encuentros
inesperados como los de San Pablo o André Frossard (en su libro “Dios existe,
yo me lo encontré” cuenta su historia personal).
Pero la fe, es sobre todo un encuentro. No se
alcanza por razonamientos intelectuales, sino que la inteligencia se rinde
cuando se encuentra delante de Dios. En concreto, un encuentro personal con
Cristo (de quien los cristianos afirmamos que vive y por eso es “encontrable”).
Un riesgo frecuente
No pocas personas caen en la tentación de crearse
una fe a su medida, según su propio gusto. Pero esto sería un auto-engaño
notable.
La verdad tiene que venir de afuera. En el caso de
Dios, sólo puede provenir de Él. Por mi cuenta puedo llegar a conocer algunas
cosas de Dios, pero lo más importante es lo que Él revela, que es inaccesible a
nuestra inteligencia.
La grandeza de la fe
Permite ir más allá de las apariencias, más allá de
este mundo. Descubrir las realidades más profundas, el verdadero sentido de las
cosas, el sentido de la vida. Y penetrando en el misterio, encontrarse con
Dios.
Los cristianos deberíamos tener una sano complejo
de superioridad... que en realidad no es un complejo propiamente dicho. Es
simplemente el gozo de vivir una realidad superior. Saberse llamados a algo muy
grande, a la vida eterna.
La fe da respuesta a los interrogantes más
importantes de la persona. Los más vitales, acuciantes, agudos. Los que el
hombre no puede dejar de plantearse. Los que modelarán su vida según la
respuesta que les dé.
Quien carece de fe no los resuelve, sencillamente
necesita negarse a planteárselos porque sabe que no puede encontrar respuesta
para ellos. Las cuestiones de fe requieren fe. Esto es obvio. Para creer hay
que tenerla. Quien no la tiene no puede “ver”.
Pero también es cierto que muchas cosas no
“cierran” sin fe (la existencia del mal, la vida después de la muerte, el
sentido del dolor, y un largo etc.) y las cosas de la fe “cierran” (no son
fábulas descolgadas): llegan a explicar el mundo de un modo totalmente
coherente.
La fe no es demostrable, pero creer es razonable.
Mucho más razonable que no creer. EMV
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