lunes, 20 de agosto de 2018

El problema del que no cree

Tener fe o no tener fe, esa es la cuestión
Hay personas con fe y personas sin fe. Personas que la tienen y viven como si no la tuvieran; y personas que no la tienen y quisieran tenerla. Personas que nacen en el seno de una familia cristiana y son casi genéticamente cristianas. Personas a las que nunca nadie habló de Dios, no lo conocen y por falta de experiencia “divina” carecen de sensibilidad para las cosas espirituales. La fe no les dice nada, porque no pueden imaginar lo que es tenerla. Personas que perdieron la fe que alguna vez tuvieron; se les quedó por el camino y no les interesa mucho por dónde. No les dice nada porque se aburrieron de lo que creían. Personas ansiosas por encontrar un sentido a la rutina de sus vidas.
En estas breves páginas, quisiera explicar al creyente (que más allá de crisis coyunturales nunca ha experimentado lo que es vivir sin fe) el problema de quien carece de fe. Porque, digámoslo de entrada, aunque no sea consciente, quien no tiene fe tiene un problema muy serio.

¿Cuál es el problema de quien carece de fe?
Para comenzar, se pierde de conocer mucho de la realidad. Y, en concreto, lo más elevado.
Puede alcanzar sólo una visión muy superficial de la vida humana: lo que se ve, se oye, se come, engorda, enferma, etc. Pero el hombre es bastante más que una máquina que procesa comida, trabaja y se reproduce. Quien pierde el espíritu humano (lo más valioso del hombre) pierde mucho (y la relación con Dios es la expresión más alta del espíritu humano). Pierde, además, la trascendencia y su vida queda así encerrada en la “cárcel” de la inmanencia de este mundo. Podrá disfrutar muchas cosas, divertirse, etc., pero su vida -considerada globalmente- se ha convertido en un camino hacia el cáncer y la tumba. Es duro, pero no cabe esperar otra cosa. Pierde el sentido más profundo del amor, que sin espíritu queda reducido a mero placer. Se le escapa el sentido más profundo de la vida (para qué vivo, dónde voy…). No sabe de dónde viene ni adónde va.
No es capaz de alcanzar lo único que, en definitiva, realmente importa. No tiene una sola respuesta para los problemas cruciales de la existencia humana. Como reconocía un premio Nobel español, agnóstico, lleno de tristeza hacia el final de su vida: “no tengo una sola respuesta para las cosas que realmente me interesan. Soy un sabio muy especial. Un sabio que no sabe nada de lo que le importa”.
Quien dice que sólo creerá lo que toque y vea “si no lo veo no lo creo”, en realidad no sabe lo que está diciendo. La realidad más profunda de las cosas no está a nivel superficial y, por tanto, está fuera del alcance de los sentidos. No se ve con los ojos, no se pesa en una balanza, ni siquiera se alcanza con un microscopio. Se “ve” con la inteligencia, pero más allá de donde llegan los sentidos. Y, la verdad más grande -cómo es la vida íntima de Dios-, supera incluso esta capacidad intelectual de “ver”: sólo se accede a ella por la fe.
De modo brillante y resumido se lo explica el zorro al Principito cuando le dice: “no se puede ver sino con el corazón. Lo esencial está oculto a los ojos” (Antoine de Saint-Exupery, El Principito, XXI).
El hombre sin fe nunca llega a entender algunas de las cosas más importantes de su vida, como por ejemplo:
  • La felicidad y las ansias de infinito
  • Las realidades espirituales
  • El sentido de la vida (para qué estamos acá)
  • Los anhelos más profundos de la persona
  • El fracaso
  • El dolor
  • La muerte (tanto en general, como la propia y la de los seres queridos)
  • Y sobre todo lo que viene después.
Quien se cierra en su no-creencia tiene cerrado el acceso a Dios, a la redención, a la salvación. Cerrado a la trascendencia, está cerrado a su desarrollo más pleno, y sobre todo a la felicidad perfecta.
En el ser humano hay unas ansias de infinito que no es posible reprimir: nada de este mundo lo satisface plenamente, porque las cosas de aquí le “quedan chicas”. Esas ansias de infinito serán saciadas después de esta vida. Por eso quien está cerrado a la trascendencia, está frustrado existencialmente, pues le resulta imposible concebir como posible la satisfacción de la tendencia más radical de su ser: su tendencia a la plenitud.

Sólo quien sabe quién es puede vivir con plenitud
En la Misa inaugural de su Pontificado Benedicto XVI recordó que “únicamente donde se ve a Dios, comienza realmente la vida. Sólo cuando encontramos en Cristo al Dios vivo, conocemos lo que es la vida. No somos el producto casual y sin sentido de la evolución. Cada uno de nosotros es el fruto de un pensamiento de Dios. Cada uno de nosotros es querido, cada uno es amado, cada uno es necesario. Nada hay más hermoso que haber sido alcanzados, sorprendidos, por el Evangelio, por Cristo. Nada más bello que conocerle y comunicar a los otros la amistad con él. La tarea del pastor, del pescador de hombres, puede parecer a veces gravosa. Pero es gozosa y grande, porque en definitiva es un servicio a la alegría, a la alegría de Dios que quiere hacer su entrada en el mundo” (Benedicto XVI, Homilía del 24.4.05).
El hombre sin fe, se pierde lo mejor de la vida (que no necesariamente es lo más divertido): Dios y la vida eterna quedan fuera del horizonte de su vida y de su alcance.
Algunos, con buen corazón, pueden ocuparse de cosas muy nobles, como la ciencia o el arte; también contribuir al bien temporal de los demás. Todo esto es muy bueno. Pero, les falta algo, en realidad mucho: la apertura al infinito y la perfección, que da sentido y valor a lo que hacen. Para ellos, este bien, en cierta manera, se convierte en un camino hacia Dios.
Otros -quizá coherentemente con su visión materialista de vida (quien no cree en la trascendencia queda “encerrado” en la materia)- viven en la frivolidad (“comamos y bebamos que mañana moriremos”) pueden distraerse (dis-traerse: alejar la atención de lo importante), entretenerse (entre-tener: pasar ligeramente un rato entre dos cosas), divertirse (ocuparse jugando de cosas livianas), vivir en y para la pavada.
La sociedad actual (tecnológica) les ofrece todo tipo de medios para conseguirlo... y pueden distraerse, entretenerse y divertirse con bastante éxito... y de a ratos olvidarse de quienes son, pero no se realizan: pierden la vida.
Pueden pasar su existencia distraídos, entretenidos y divertidos (con la atención fuera de lo que lo conduciría a una vida realizada). Incluso morir sin darse cuenta. Pero al final, se desvelará el misterio y se verá cómo han frustrado su existencia llenándola de nada.

¿Es cómodo ser creyente?
Hay quienes repiten una frase gastada: “es duro ser no creyente”. Como si la postura de los creyentes fuera más cómoda. Como si los no creyentes fueran más honrados al no creer el precio de su inseguridad (cosa realmente dolorosa).

Esta expresión tiene dos partes.
Ser creyente es mucho más seguro y, al mismo tiempo, exigente. Es cierto que sin fe se carece de la seguridad del creyente. Y esto no puede no ser duro. Pero también puede resultar muy cómodo. No se puede conocer el interior de las personas. Hay quienes para estar cómodos “pagan” el precio de vivir en la oscuridad. No se comprometen con la verdad, no la buscan. Viven tranquilos en su ignorancia para no exponerse a tener que hacer aquellas cosas que les exigiría la fe si la encontraran… y por eso prefieren no buscarla. No están condenados a no creer. Quienes son honestos consigo mismo nunca abandonan la búsqueda de la verdad.
La curiosa pretensión del agnóstico Resulta realmente curioso el planteo del agnóstico: afirmar la imposibilidad de conocer lo que él no conoce...
¿No sería más razonable afirmar simplemente que él todavía no pudo conocer lo que no conoce? Hace una extrapolación que no es válida: pasar de un dato particular (su no-conocimiento personal de Dios) a la afirmación general de la imposibilidad del mismo. Pero que él no conozca no demuestra en lo más mínimo que sea imposible conocer.
La fe es el tesoro escondido en un campo. No haberlo encontrado todavía no alcanza para negar su existencia. Sólo prueba que debo seguir buscando. En cambio, parece bastante irrefutable el hecho de que muchas personas cuerdas (no están locas) han vendido todo lo que tenían para comprar ese campo...

La fe y las apuestas
Quien no cree arriesga demasiado.
La fe no es cuestión de probabilidades, tampoco de cálculos de intereses y conveniencias, pero hace ya mucho tiempo, una mente matemática como la de Pascal planteó las siguientes alternativas:
  • Si creo en Dios y Dios existe, lo he ganado todo.
  • Si creo en Dios y Dios no existe, no pierdo nada.
  • Si no creo en Dios y Dios existe, lo pierdo todo.
  • Si no creo en Dios y Dios no existe, no gano nada.
Pero no es cuestión de apuestas. La fe no es una apuesta, aunque por cálculo de probabilidades tenga más chances de ganar. No cree el que quiere sino el que puede. La fe es un don que Dios no niega a nadie. Es un misterio de la gracia y la libertad humana.
Impresiona ver a Jesús dar gracias al Padre celestial porque se ha mostrado a los humildes y ha ocultado a los que se tienen a sí mismos por sabios y prudentes (cfr. Mt 11,25). Dios se esconde y se muestra. Sólo los humildes son capaces de ver.
La verdad no se impone: cada uno debe recorrer el camino que conduce a ella. Un camino muy personal. Buscar la verdad y ponerse en condiciones de poder encontrar a Dios.
No se trata de conseguir entender a Dios, sino de encontrarlo. Y cuando se lo encuentra, entonces, se entiende y sobretodo se lo ama.
Ser capaz de escuchar a Dios y ser capaz de hablar a Dios ¿Cómo se llega a encontrar a Dios, a escucharlo y hablarle? “¿Hay que aprender a hablar con Dios?”
Uno puede ser -o volverse- sordo para las cosas de Dios. “El órgano de Dios, explica el Card. Ratzinger, puede atrofiarse hasta el punto de que las palabras de la fe se tornen completamente carentes de sentido”.
“Y quien no tiene oído tampoco puede hablar, porque sordera y mudez van unidas”. Entonces habrá que aprender -hacerse capaz- a comunicarse con Dios. “Poco a poco se aprende a leer la escritura cifrada de Dios, a hablar su lenguaje y a entender a Dios, aunque nunca del todo. Poco a poco uno mismo podrá rezar y hablar con Dios, al principio de manera infantil -en cierto modo siempre seremos niños-, pero después cada vez mejor, con sus propias palabras” (Joseph Ratzinger, Dios y el mundo, p. 16).

¿Cómo?
No hay fórmulas mágicas, hay recorridos. En primer lugar, con la apertura a la trascendencia: quien descartara de entrada la posibilidad de lo sobrenatural, cerraría la puerta a la verdad. Estaría rechazando apriorísticamente la existencia de algo que no es irracional. Y con esta actitud obviamente, difícilmente encontrará aquello cuya existencia rechaza voluntariamente. Pero no es que la verdad se le oculte, sencillamente la niega.
Después con todo lo que favorece la actividad del espíritu: arte, poesía, música, etc. Las expresiones del espíritu humano.
  • Con el realismo filosófico.
  • Con la lectura de vidas ejemplares (los santos), y en particular con el recorrido de los grandes conversos de la historia.
  • Con la lectura de la Sagrada Escritura: Dios habla en ella.
  • Con la oración. Incluso aunque parezca que no sirve para nada: Dios escucha aunque yo no sea consciente de su presencia.

Un secreto
Georges Chevrot nos explica que “Dios se hace amar antes que hacerse comprender” (El pozo de Sicar, Ed. Rialp, p. 291). En efecto, a Dios lo conocemos más a través del amor que de la inteligencia. Juan entendió más a Jesús no porque fuera más inteligente sino porque amó más y, por tanto, tuvo más intimidad con Él. Quien no lo entiende, debería comenzar a tratar de amarlo y lo acabará entendiendo. El camino inverso no es de éxito seguro: con facilidad se enreda por la soberbia, y para encontrar la fe, la humildad es requisito fundamental. Y a quien lo entiende –aquel a quien el cristianismo le “cierra” perfectamente– todavía le queda camino por recorrer, para llegar a amarlo con todo el corazón. Buscarlo, intentar dirigirse a Él, incluso antes de creer en Él. La fe es un acto de conocimiento, pero también supone el ejercicio de la voluntad: hay que querer creer. Es difícil que alguien queriendo no creer llegue a creer. Dios no fuerza nuestra libertad. Son muy raros los encuentros inesperados como los de San Pablo o André Frossard (en su libro “Dios existe, yo me lo encontré” cuenta su historia personal).
Pero la fe, es sobre todo un encuentro. No se alcanza por razonamientos intelectuales, sino que la inteligencia se rinde cuando se encuentra delante de Dios. En concreto, un encuentro personal con Cristo (de quien los cristianos afirmamos que vive y por eso es “encontrable”).

Un riesgo frecuente
No pocas personas caen en la tentación de crearse una fe a su medida, según su propio gusto. Pero esto sería un auto-engaño notable.
La verdad tiene que venir de afuera. En el caso de Dios, sólo puede provenir de Él. Por mi cuenta puedo llegar a conocer algunas cosas de Dios, pero lo más importante es lo que Él revela, que es inaccesible a nuestra inteligencia.

La grandeza de la fe
Permite ir más allá de las apariencias, más allá de este mundo. Descubrir las realidades más profundas, el verdadero sentido de las cosas, el sentido de la vida. Y penetrando en el misterio, encontrarse con Dios.
Los cristianos deberíamos tener una sano complejo de superioridad... que en realidad no es un complejo propiamente dicho. Es simplemente el gozo de vivir una realidad superior. Saberse llamados a algo muy grande, a la vida eterna.
La fe da respuesta a los interrogantes más importantes de la persona. Los más vitales, acuciantes, agudos. Los que el hombre no puede dejar de plantearse. Los que modelarán su vida según la respuesta que les dé.
Quien carece de fe no los resuelve, sencillamente necesita negarse a planteárselos porque sabe que no puede encontrar respuesta para ellos. Las cuestiones de fe requieren fe. Esto es obvio. Para creer hay que tenerla. Quien no la tiene no puede “ver”.
Pero también es cierto que muchas cosas no “cierran” sin fe (la existencia del mal, la vida después de la muerte, el sentido del dolor, y un largo etc.) y las cosas de la fe “cierran” (no son fábulas descolgadas): llegan a explicar el mundo de un modo totalmente coherente.
La fe no es demostrable, pero creer es razonable. Mucho más razonable que no creer. EMV

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