miércoles, 1 de agosto de 2018

Esteban I, Santo

XXIII Papa, 02 de Agosto
Martirologio Romano: En Roma, en el cementerio de Calisto, san Esteban I, papa, que prohibió rebautizar a los herejes que buscaban la plena comunión con la Iglesia, para que no quedase oscurecida la unión bautismal de los cristianos con Cristo, que debe realizarse una sola vez (257).

Fue hijo de Julio, ciudadano romano. Nació hacia el fin del siglo II, y aunque se tienen pocas noticias de los primeros años de su niñez, hay razones para creer que su familia era cristiana. Se dedicó al estudio de las letras humanas y divinas, pero singularmente al de la ciencia de los Santos; y en poco tiempo se hizo un lugar distinguido entre los fieles de Roma. Siendo de poca edad fue recibido en el clero. Los Papas San Cornelio y San Lucio, sus predecesores, hicieron juicio de que no debían dejar escondida debajo del celemín aquella brillante antorcha. Le ordenaron diácono, y después le hicieron arcediano de la Iglesia romana (nombre dado en la antigüedad al principal de los diáconos) dándole al mismo tiempo jurisdicción de vicario.
Novaciano, presbítero de la Iglesia romana, y Novato, presbítero de la Iglesia de Cartago, el primero antipapa, los dos cismáticos, y ambos herejes, tenían muchos partidarios de sus errores en oriente y en occidente hasta en el mismo gremio de los obispos. Aunque San Cipriano de Cartago y San Dionisio de Alejandría se habían opuesto con valor a sus impiedades, consiguiendo que fuesen condenados por varios Concilios, no por eso dejaba de inficionar a muchos el veneno de la herejía; y su partido, con el engañoso pretexto de reforma, hacia desterrar a muchos fieles de las banderas de Jesucristo, y adelantaba cada día nuevas conquistas.
Defendían que no debían ser admitidos a la comunión los que hubiesen caído en el crimen de la idolatría; y sus sectarios, extendiendo esta errada doctrina a todo género de culpas, quitaban a la Iglesia el poder de atar y desatar. Condenaban las segundas nupcias, y obstinadamente sostenían que debían ser rebautizados todos aquellos que después del bautismo hubiesen cometido algún pecado mortal. Aprovechándose los gentiles de aquellas funestas divisiones, perseguían cruelmente a los cristianos, incitando a los emperadores y a los magistrados para que hiciesen sangrienta guerra a la Iglesia. Viendo los Papas Cornelio y Lucio tan combatida la navecilla de San Pedro, llamaron a San Esteban para que les ayudase a gobernar el timón en un tiempo en que jamás habían sido los escollos más frecuentes. Habiendo terminado San Lucio gloriosamente su carrera, coronando con el martirio su pontificado, por unánime consentimiento fue electo Sumo Pontífice San Esteban el año 254. Dice Anastasio que San Cornelio, seis meses antes de morir, le había entregado todos los bienes de la Iglesia, y que San Lucio al tiempo de su muerte le confió todo el rebaño, recomendándole toda la Iglesia afligida.
Luego que se sentó en la cátedra de San Pedro, se dedicó enteramente a desempeñar todas sus obligaciones, se mostró azote de la herejía, defensor de los sagrados cánones y oráculo de la Iglesia.
Fueron acusados de libeláticos Basílides, obispo de Astorga, España, y Marcial, obispo de Mérida. Se llamaban libeláticos aquellos cobardes cristianos que, si bien no habían sacrificado a los ídolos, daban o recibían certificaciones falsas de haber sacrificado, para liberar por este medio su vida. A este delito de los dos prelados se añadían otros tan enormes, que los hacían indignos de la Mitra, viéndose precisados los obispos de España a deponerlos, y a nombrarles sucesores. Acudieron al Papa, Basílides y Marcial, haciendo cuanto pudieron para engañarle. Los recibió, y los oyó con tanto amor y con tanta benignidad, que ya se daban por restituidos a sus sillas; pero luego que el Santo Pontífice recibió las cartas de San Cipriano y de los obispos de España en que le informaban de los delitos que habían cometido, no quiso verlos más, y mantuvo inflexible su tesón.
Pero lo que da mayor idea del alto mérito de nuestro Santo es la célebre disputa que se suscitó entre los más santos obispos de la Iglesia sobre el valor o nulidad del bautismo conferido por los herejes. Parece que esa disputa tuvo principio en la Iglesia de Cartago, donde San Cipriano, fundándose en la práctica de su predecesor Agripino, enseñaba que era nulo todo bautismo fuera de la Iglesia Católica, y, por consiguiente, que se debían rebautizar todos los herejes que se reconciliaban con ella. Siguieron esta misma opinión los obispos de oriente, que se juntaron en Iconio, y la dominante así en el oriente como en el África. Pero San Esteban la condenó, y declaró que respecto de los que volvían al gremio de la Iglesia, de cualquiera secta que fuesen, nada se debía innovar, sino seguir precisamente la Tradición, que era imponerles las manos por la penitencia, sin rebautizarlos, una vez que hubiesen sido bautizados en el Nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, y por otra parte no se hubiera omitido cosa alguna de las esenciales al Bautismo.
Costó trabajo a San Cipriano mudar de parecer. Convocó muchos Concilios que confirmaron su opinión, y en virtud de esto escribió al Papa. Lo mismo hicieron los obispos de oriente; pero San Esteban, guiado del Espíritu Santo, que gobierna siempre la Iglesia, escribió a San Cipriano y a los obispos de Cilicia, de Capadocia y Galacia, que se separaría de su comunión, si persistían en su opinión sobre el re-bautismo de los herejes que deseaban egresar a la plena comunión con la Iglesia.
Con el tiempo se redujeron todos los obispos de oriente a la decisión del Pontífice, contribuyendo no poco a este feliz suceso San Dionisio, Obispo de Alejandría. Mayor fue la resistencia de los obispos africanos; pero al fin toda la Iglesia abrazó lo definido por San Esteban. También tuvo el consuelo de saber por carta de San Dionisio Alejandrino que, en general, todo el oriente había abandonado el partido de los novacianos, uniéndose con Roma; y al mismo tiempo que le participaba esta gustosa noticia, se congratula con el Santo Papa de los socorros espirituales y temporales con que ayudaba a los fieles de Siria y Arabia; prueba evidente de lo mucho que se extendía su caridad y vigilancia pastoral.

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