XXIII Papa, 02 de Agosto
Martirologio Romano: En Roma, en el cementerio de Calisto, san Esteban I, papa, que
prohibió rebautizar a los herejes que buscaban la plena comunión con la
Iglesia, para que no quedase oscurecida la unión bautismal de los cristianos
con Cristo, que debe realizarse una sola vez (257).
Fue hijo de Julio, ciudadano romano. Nació hacia el fin del siglo II, y
aunque se tienen pocas noticias de los primeros años de su niñez, hay razones
para creer que su familia era cristiana. Se dedicó al estudio de las letras
humanas y divinas, pero singularmente al de la ciencia de los Santos; y en poco
tiempo se hizo un lugar distinguido entre los fieles de Roma. Siendo de poca
edad fue recibido en el clero. Los Papas San Cornelio y San Lucio, sus
predecesores, hicieron juicio de que no debían dejar escondida debajo del celemín
aquella brillante antorcha. Le ordenaron diácono, y después le hicieron
arcediano de la Iglesia romana (nombre dado en la antigüedad al principal de los
diáconos) dándole al mismo tiempo jurisdicción de vicario.
Novaciano, presbítero de la Iglesia romana, y Novato, presbítero de la
Iglesia de Cartago, el primero antipapa, los dos cismáticos, y ambos herejes,
tenían muchos partidarios de sus errores en oriente y en occidente hasta en el
mismo gremio de los obispos. Aunque San Cipriano de Cartago y San Dionisio de
Alejandría se habían opuesto con valor a sus impiedades, consiguiendo que
fuesen condenados por varios Concilios, no por eso dejaba de inficionar a
muchos el veneno de la herejía; y su partido, con el engañoso pretexto de
reforma, hacia desterrar a muchos fieles de las banderas de Jesucristo, y
adelantaba cada día nuevas conquistas.
Defendían que no debían ser admitidos a la comunión los que hubiesen
caído en el crimen de la idolatría; y sus sectarios, extendiendo esta errada
doctrina a todo género de culpas, quitaban a la Iglesia el poder de atar y
desatar. Condenaban las segundas nupcias, y obstinadamente sostenían que debían
ser rebautizados todos aquellos que después del bautismo hubiesen cometido
algún pecado mortal. Aprovechándose los gentiles de aquellas funestas
divisiones, perseguían cruelmente a los cristianos, incitando a los emperadores
y a los magistrados para que hiciesen sangrienta guerra a la Iglesia. Viendo
los Papas Cornelio y Lucio tan combatida la navecilla de San Pedro, llamaron a
San Esteban para que les ayudase a gobernar el timón en un tiempo en que jamás
habían sido los escollos más frecuentes. Habiendo terminado San Lucio gloriosamente
su carrera, coronando con el martirio su pontificado, por unánime
consentimiento fue electo Sumo Pontífice San Esteban el año 254. Dice Anastasio
que San Cornelio, seis meses antes de morir, le había entregado todos los
bienes de la Iglesia, y que San Lucio al tiempo de su muerte le confió todo el
rebaño, recomendándole toda la Iglesia afligida.
Luego que se sentó en la cátedra de San Pedro, se dedicó enteramente a
desempeñar todas sus obligaciones, se mostró azote de la herejía, defensor de
los sagrados cánones y oráculo de la Iglesia.
Fueron acusados de libeláticos Basílides, obispo de Astorga, España, y
Marcial, obispo de Mérida. Se llamaban libeláticos aquellos cobardes cristianos
que, si bien no habían sacrificado a los ídolos, daban o recibían
certificaciones falsas de haber sacrificado, para liberar por este medio su
vida. A este delito de los dos prelados se añadían otros tan enormes, que los
hacían indignos de la Mitra, viéndose precisados los obispos de España a
deponerlos, y a nombrarles sucesores. Acudieron al Papa, Basílides y Marcial,
haciendo cuanto pudieron para engañarle. Los recibió, y los oyó con tanto amor
y con tanta benignidad, que ya se daban por restituidos a sus sillas; pero
luego que el Santo Pontífice recibió las cartas de San Cipriano y de los
obispos de España en que le informaban de los delitos que habían cometido, no
quiso verlos más, y mantuvo inflexible su tesón.
Pero lo que da mayor idea del alto mérito de nuestro Santo es la célebre
disputa que se suscitó entre los más santos obispos de la Iglesia sobre el
valor o nulidad del bautismo conferido por los herejes. Parece que esa disputa
tuvo principio en la Iglesia de Cartago, donde San Cipriano, fundándose en la
práctica de su predecesor Agripino, enseñaba que era nulo todo bautismo fuera
de la Iglesia Católica, y, por consiguiente, que se debían rebautizar todos los
herejes que se reconciliaban con ella. Siguieron esta misma opinión los obispos
de oriente, que se juntaron en Iconio, y la dominante así en el oriente como en
el África. Pero San Esteban la condenó, y declaró que respecto de los que
volvían al gremio de la Iglesia, de cualquiera secta que fuesen, nada se debía
innovar, sino seguir precisamente la Tradición, que era imponerles las manos
por la penitencia, sin rebautizarlos, una vez que hubiesen sido bautizados en
el Nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, y por otra parte no se
hubiera omitido cosa alguna de las esenciales al Bautismo.
Costó trabajo a San Cipriano mudar de parecer. Convocó muchos Concilios
que confirmaron su opinión, y en virtud de esto escribió al Papa. Lo mismo
hicieron los obispos de oriente; pero San Esteban, guiado del Espíritu Santo,
que gobierna siempre la Iglesia, escribió a San Cipriano y a los obispos de
Cilicia, de Capadocia y Galacia, que se separaría de su comunión, si persistían
en su opinión sobre el re-bautismo de los herejes que deseaban egresar a la
plena comunión con la Iglesia.
Con el tiempo se redujeron todos los obispos de oriente a la decisión
del Pontífice, contribuyendo no poco a este feliz suceso San Dionisio, Obispo
de Alejandría. Mayor fue la resistencia de los obispos africanos; pero al fin
toda la Iglesia abrazó lo definido por San Esteban. También tuvo el consuelo de
saber por carta de San Dionisio Alejandrino que, en general, todo el oriente
había abandonado el partido de los novacianos, uniéndose con Roma; y al mismo
tiempo que le participaba esta gustosa noticia, se congratula con el Santo Papa
de los socorros espirituales y temporales con que ayudaba a los fieles de Siria
y Arabia; prueba evidente de lo mucho que se extendía su caridad y vigilancia
pastoral.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario