Lo mismo que
pasa en el ajedrez, en el fútbol y en las damas chinas, pasa en el amor. Sin
reglas de juego no despierta interés. Amor sin reglas es amor sin estímulo.
Daría lo mismo ganar que perder. Del amor hablamos todo el día, a todas horas,
en todas partes. Y es precisamente el amor el gran desconocido del hombre. El
cristianismo ha hecho del amor no sólo su aspiración más ingente, sino su
propia razón de ser. De tal manera que si despojamos al cristianismo del amor,
del cristianismo no quedaría nada. Ni una sombra, ni una huella. El árbol sin
tronco y sin follaje no sería más árbol.
Hoy día, hay que
reconocer, la palabra amor es moneda desgastada, ha perdido su brillo. Casi
queda reducida al significado de limosna. Para unos, el amor significa el
pequeño o grande obsequio que quiero dar a una persona querida, a un pobre o
indigente. Para otros, el amor trae consigo esa connotación de sensualidad y
sexualidad: tocarse, besuquearse, arrimarme y apretujarme junto al otro, con
peligro de asfixia. Para otros, la palabra amor pasa sólo por las alcobas y las
camas. ¿Es esto el verdadero amor?
En esta
conferencia quisiera dejarles, a modo de memorándum, algunas reglas del amor,
donde se sintetizan las verdaderas características del amor.
1. Abrir los
ojos
El amor comienza
por ver al otro necesitado de mí, que está hambriento, sediento, desnudo,
encarcelado, herido, triste, deprimido... o, por el contrario, que está alegre,
feliz, entusiasta, merecedor de compartir con él sus sentimientos maravillosos.
Para esto, se necesitan nuevos ojos, ojos profundos. Hay un refrán que dice:
“Ojos que no ven, corazón que no siente”. ¡Qué verdad se encierra en estas
palabras! Esto significa que debemos tener siempre abiertos los ojos allá por
donde vamos. No podemos tropezarnos con nuestro hermano pobre e indigente, sin
volver nuestra vista, detenernos y socorrerlo, como hizo el buen samaritano del
Evangelio. El gran peligro que tenemos es la miopía del egoísmo, que nos impide
ver en el prójimo a ese Jesús disfrazado de pobre. ¡Terrible miopía que nos
cierra las entrañas del corazón a toda necesidad de los demás!
Hay que traer
aquí el ejemplo de Madre Teresa de Calcuta. Oigamos sus palabras: “No nací en 1910, como dicen mis documentos.
Nací el 10 de septiembre de 1946 en una calle de Calcuta, a los 36 años, cuando
tropecé con el cuerpo de una mujer moribunda. Ratas y hormigas se paseaban por
sus llagas. La levanté, caminé hasta un hospital cercano y pedí una cama para
ella. La mujer murió en esa cama: la primera, la única y la última cama que
tuvo en su vida”. Este encuentro casual cambió la vida de la Madre Teresa,
porque en esa mujer vio a Cristo agonizante sobre la dura acera de aquella
calle desconocida. A partir de ese momento, fue encontrando a miles y millones
de Cristos sufrientes, a quienes ha ido prodigando su amor y su ternura a lo
largo de sus 50 años de servicio a los pobres.
Ustedes saben
que en todas las capillas de las Hermanas Misioneras de la Caridad de la Madre
Teresa, al lado del crucifijo que cuelga sobre la pared, aparece esta
inscripción “I thirst”, “Tengo sed”, como un emblema de la Congregación. Este
grito angustioso de Cristo en la cruz, les recuerda a las hermanas el objetivo
fundamental de su Congregación: apagar la sed de Jesús en los más pobres y
abandonados.
Pero, ¿cómo
podrían apagar la sed de Jesús si tuvieran los oídos tapados con la cera de la
indiferencia? ¿Cómo podrían socorrer al pobre, si tuvieran los ojos vendados
por el egoísmo? ¿Cómo tender sus manos, si las tienen encogidas y adormiladas a
causa de la comodidad... o muertas y envenenadas por la avaricia y ambición?
¡Imposible!
Cuenta así la
Madre Teresa: “En cierta ocasión escuché
que se iba a dar una conferencia de alto nivel sobre el hambre en el mundo y
sus graves consecuencias. Como me hallaba de paso en aquella ciudad, fui
invitada a participar en la misma. Por motivos ajenos a mi voluntad, equivoqué
el camino y no acerté a llegar a la hora al lugar de la conferencia. Después de
varios intentos, logré dar con la dirección correcta, pero ignoraba que me
esperaba una gran sorpresa. Allí, junto a la sede de la conferencia, había un
hombre que se moría de hambre. Lo recogí rápidamente y lo llevé a la Casa de
las hermanas. Todos los intentos por rehabilitarlo fueron inútiles. El hombre
murió. Reflexioné y me dije: más de mil personas escucharon una hermosa
conferencia sobre el hambre y allí, a pocos metros, un hombre agonizaba por
falta de alimento”. ¡Qué terrible! El amor no consiste en hablar mucho, sino en
socorrer, en hacer algo por los necesitados. El cristianismo no es religión de
teorías ni de palabras, sino de acción: “Me diste de comer... me diste de
beber... me visitaste... me vestiste... me socorriste”. El amor tiene que
ponerse en acción.
Por eso, la
primera regla del amor es: abrir bien nuestros ojos y nuestros oídos al
necesitado; abrir nuestras manos y tenerlas siempre tendidas.
2. Servir y dar
hasta que te duela
Si ustedes van a
una videoteca encontrarán títulos sugestivos de películas como éstos: “Nacidos
para triunfar” o “Nacidos para perder”. Si quisiéramos hacer una película del
cristiano tendríamos que poner este título: “Nacido para servir”.
El amor tiene
que pasar necesariamente por el servicio.
“Dar hasta que
duela”. También es frase de la Madre Teresa, especialista del amor.
El amor, para
que sea auténtico, tiene que costar. A Jesús le costó mucho amarnos. A Dios
Padre le costó mucho amarnos y entregarnos a su Hijo, para que le
crucificáramos. A María le costó desprenderse de ese Hijo de sus entrañas, y
entregarlo a los verdugos que le dieron muerte.
Por eso, la
Madre Teresa repite con frecuencia esto: “No me gusta que den de lo que les
sobra, sino de lo que les hace falta... Nunca tengan temor de dar, pero no de
lo que les sobra: den hasta que les duela”.
Dar hasta que
duela. Con esta frase queremos decir que el amor, para que sea auténtico, tiene
que pasar por el crisol del sufrimiento. Fue san Pablo el primero que intuyó
esta íntima conexión entre amor y dolor, entre sufrimiento y salvación,
aludiendo al sacrificio redentor de Cristo: “Sin derramamiento de sangre, no
hay salvación”.
Sin sufrimiento,
nuestro amor y caridad no sería más que una asistencia social, muy positiva,
sin duda, pero no sería el verdadero amor redentor. Sólo compartiendo con el
prójimo sus sufrimientos, siendo parte de los que sufren, podemos redimirlos,
podemos llevarlos a Dios y hacer que Dios, que es Amor, entre en sus vidas.
Cuenta la madre
Teresa que se casaron dos jóvenes en Calcuta hicieron una boda muy simple y
sencilla. Ella llevó un sari liso de algodón y sólo estuvieron presentes los
padres de ambos; luego donaron a la madre Teresa el dinero que les habría
costado una gran ceremonia matrimonial según el rito hindú para que lo compartieran
con los más pobres.
Cuando en una
ocasión preguntaron a la madre Teresa si alguna vez terminará el hambre en el
mundo contestó: “Terminará cuando aprendamos a compartir”.
Un amor que no
está dispuesto a compartir los sufrimientos con la persona amada, en el fondo
no es más que un egoísmo disfrazado. Hay que amar hasta que duela. El dolor es
la prueba del verdadero amor. Dime cuanto sufres y te diré cuanto amas. El
dolor por sí mismo, independiente del amor, conduce al masoquismo o a un
orgulloso estoicismo.
Es un principio
teológico que “lo que no se asume, no se redime”. Solamente los que son capaces
de bajar al infierno de la desesperación de los pobres, podrán sacar de la
miseria material y espiritual a los marginados.
Dar hasta que
duela. ¿Se acuerdan del ejemplo narrado por el poeta hindú Tagore?
“Iba yo pidiendo de puerta en puerta por el
camino de la aldea, cuando un carro de oro apareció a lo lejos, como un sueño
magnífico. Yo me preguntaba quién sería aquel rey de reyes. Mis esperanzas
volaron hasta el cielo y pensé que mis días malos habían acabado. Y me quedé
aguardando limosnas espontáneas, tesoros desparramados en el polvo. La carroza
se paró a mi lado. Él me miró y bajó sonriendo. Sentí la felicidad de la vida,
que por fin me había llegado. Y de pronto, me tendió su mano derecha diciéndome.
‘¿Puedes darme alguna cosa?´ ¡Qué
ocurrencia la de su realeza: pedirle a un mendigo! Yo estaba confuso y no sabía
qué hacer. Luego saqué despacio de mi saco un granito de trigo y se lo di...
Pero... ¡qué sorpresa la mía cuando al vaciar por la tarde mi saco en el suelo,
encontré un granito de oro en la miseria del montón! ¡Qué amargamente lloré de
no haber tenido corazón para darle todo”. ¡Dar hasta que duela!
Es lo que da felicidad interior.
¿Saben el cuento
de la rosa y la nube?
“La tierra estaba reseca y dura; desde largo
tiempo atrás no caía una gota de agua. Y la pobre rosa, inclinada sobre su
tallo, marchita y pálida, se moría de sed. Una tarde vio pasar una nube. Era
una nube blanca, enorme como una montaña. La rosa levantó la voz cuanto pudo y
le imploró:
- Dame unas gotas de lluvia; estoy
sedienta...
- Imposible, amiga mía. Voy de viaje a otros
países y no puedo detenerme.
- Unas gotas, nada más... - pidió la flor
Y la nube orgullosa, siguió su marcha; pero a
medida que se alejaba, se sentía triste. Una voz interior le decía que había
procedido mal.
Volvió apresuradamente, se detuvo sobre la
rosa y le dejó caer un poco de lluvia; pero ya era tarde. La dulce flor había
caído sobre la tierra, deshecha en un sinnúmero de pétalos amarillos.
La nube prosiguió su viaje llorando y
arrepentida de su crueldad con la pobre rosa.
Las almas
mezquinas no son dichosas. La caridad embellece nuestra vida y nos hace
felices. ¡Da hasta que te duela!
3. Dar hasta el
sacrificio de ti mismo
No sólo hay que
dar cosas. Hay que darse a sí mismo, incluso hasta el propio sacrificio. En
esto consiste el verdadero amor: en dar la vida por la persona amada.
Me acuerdo del
cuento del escritor inglés Oscar Wilde, titulado “El ruiseñor y la rosa”, que
les resumiré ahora y que encarna esta idea que quiero exponer.
Un estudiante estaba triste y desconsolado en
su habitación porque su amada novia le había dicho que bailaría con él si le
llevaba rosas rojas. En su jardín no había ninguna rosa roja. El ruiseñor le
escuchaba conmovido. Decía el estudiante: “El príncipe ofrecerá mañana un
baile; yo y mi amada hemos sido invitados. Si yo le llevo una rosa roja ella
bailará conmigo hasta el alba y seré muy feliz... Pero mi jardín no ha dado
rosas rojas. Ella me despreciará y mi corazón se despedazará”.
Al escucharlo el ruiseñor dijo para sí: “He
aquí a alguien que sabe verdaderamente amar. Aquello que yo canto, él lo sufre.
Aquello que para mí es gozo, para él es dolor. El amor es una cosa maravillosa.
Es más precioso que las esmeraldas y los diamantes. No se puede comprar con
perlas preciosas. No es vendido en el mercado. No hay balances para el amor”.
Y mientras estaba llorando en su jardín el
pobre estudiante, se fueron acercando varios animalitos y todos le preguntaban
por qué estaba llorando. El ruiseñor les dijo: “Llora por una rosa roja”.
“¿Por una rosa roja?”- exclamaron todos.
“¡Qué ridiculez!”- dijeron
Pero el ruiseñor sí entendía el secreto del
dolor del estudiante y se quedó silencioso reflexionando en el misterio del
dolor.
Y en esto, el ruiseñor voló y se posó sobre
el primer rosal que encontró: “-¡Dame una rosa roja, amigo rosal, y te cantaré
la más dulce de mis canciones!”. El rosal sacudió sus ramitas y respondió: “Lo
siento, mis rosas son blancas, como la nieve sobre los montes... Pero ve a mi
hermano, tal vez él te dé lo que buscas”.
Y así fue. Y encontró parecida respuesta: “Lo
siento; mis rosas son amarillas, como el grano de trigo. Ve a mi hermano que
florece bajo la ventana del estudiante, tal vez él te dará lo que buscas”.
El ruiseñor se posó sobre el rosal: “Dame una
sola rosa roja, por favor”. Le respondió el rosal: “Mi rosas son rojas, es
verdad. Pero el invierno me ha congelado las venas, la nieve me ha destruido
los capullos y la tempestad me ha roto los tallitos: no tendré ninguna rosa
roja este año”. El ruiseñor seguía insistiendo: “Sólo quiero una sola rosa
roja, por favor. ¿No existe algún modo de encontrarla?”.
El rosal respondió: “Sí; pero es tan terrible
que no tengo el coraje de decirte cómo encontrarla”.
“Dime cómo, por favor; yo no tengo miedo,
aunque me duela”- respondió el ruiseñor.
“Si quieres una rosa roja -dice el rosal-
debes teñirla con tu propia sangre. Debes cantar para mí con el pecho contra
una de mis espinas. Toda la noche debes cantar para mí y la espina debe
atravesarte el corazón, y tu sangre debe correr por mis venas y llegar a ser
mía”.
Así lo hizo el ruiseñor. Apretó su corazón
contra la espina de esa rosa. Toda la noche cantó con el pecho contra la
espina. La misma luna fría de cristal se inclinó y escuchó. Toda la noche cantó
y la espina le penetró siempre más profundamente en el pecho, mientras la
sangre iba coloreando la rosa. Hasta que murió el ruiseñor. Su voz se apagó y
brotó una roja rosa maravillosa.
Al mediodía el estudiante abrió la ventana y
miró fuera, exclamando: “¡Qué cosa increíble! ¡Una rosa roja! No había visto
una rosa semejante en toda mi vida. Es tan bella...”. Salió de la casa, arrancó
la rosa roja y se la llevó a su novia amada, pensando durante el camino:
“Seguro, que ahora sí bailará conmigo”.
Pero la novia frunció el ceño y con gesto
despreciativo le dijo: “No me sirve ya. No entona con mi vestido. Además el
nieto del duque me ha mandado joyas verdaderas, y todos saben que las joyas
cuestan más que las flores”.
“Eres una ingrata” - dijo rabioso el
estudiante. Y arrojó la rosa en el camino. ¿Saben cómo acabó la rosa roja? La
rueda de un carro la pisoteó.
“El amor no existe” - concluyó el estudiante.
Y se volvió a su casa.
Hasta aquí el
cuento de Oscar Wilde. Saquemos las conclusiones: Para el ruiseñor el amor es
la más grande razón de la existencia. No duda por tanto en sacrificar su propia
vida para que el estudiante tenga todo lo que desea: el amor y la felicidad de
esa joven, a quien amaba.
Para el
estudiante, el amor es una especie de ilusión, convencional y pasajero.
Mientras el ruiseñor es capaz de amar, el estudiante es egoísta e insensible
ante el amor del ruiseñor.
Para la novia,
el amor es sólo apariencia. Se queda en las exterioridades: “Esa rosa no entona
con mi vestido... además, el nieto del duque me ha regalado unas joyas
verdaderas”. ¡Cómo es posible que no valore el sacrificio de ese ruiseñor que
dio su sangre por la rosa que hizo feliz a ese estudiante!
Concluyo esta
regla del amor: Si nosotros queremos amar, abrirnos a esta realidad maravillosa
y mágica del amor, tenemos que estar dispuestos a sacrificarnos por la persona
amada. De lo contrario, ese amor es egoísta y ciego, como el del estudiante y
el de la novia.
Otro ejemplo,
este histórico, que corrobora esta ley del amor: el caso del padre Maximiliano María Kolbe, franciscano polaco. Era en
tiempo de los nazis durante la segunda guerra mundial, en Polonia. 20 de julio
de 1941. Al pasar lista en el campo de exterminio de Auschwitz, uno de los
presos, el número 14 no contesta; se ha fugado del campo. El comandante ordena
diezmar a los presos; de cada diez de ellos uno deberá morir, por culpa del que
se fugó. Entre los destinados a morir, un ex sargento polaco, Francisco
Gayowniczek, rompe a llorar: - ¡Mis hijos!... ¡Mi esposa!... De en medio de
todos los presos del campo presentes en la escena, el número 16670 sale de la
formación y le propone al comandante:
- Yo no tengo esposa ni hijos; permítame
usted morir en lugar de este compañero.
El comandante acepta. Junto con los demás
sentenciados a muerte, el número 16670 es encerrado en el bunker de la muerte,
para que muera de hambre. Allí consuela y encamina al Cielo a los demás
compañeros, que uno tras otro mueren. Y como él no moría y necesitaban el
bunker para otros, inyectan al padre Kolbe el ácido fénico y lo arrojan al
horno crematorio.
En 1971 en la
basílica de san Pedro en Roma, el Papa Pablo VI declaró beato al padre Kolbe.
Entre los presentes a esa ceremonia, se encontraba el ex sargento a quien el padre
Kolbe había salvado la vida. Juan Pablo II lo proclamó ya santo: dio su vida y
su sangre por el prójimo.
Conclusión: Amar, amar más,
amar sin medida, amar a todos, amar hasta que duela, amar hasta el sacrificio
por la persona amada. Esto es el amor. Lo demás es cuento, fachada, hipocresía.
Si no amo, no soy nada, no valgo nada. AR
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