Nos quedamos maravillados por la multiplicación de los panes de cebada
que hizo Jesús, alimentando a cinco mil hombres. ¡Gracias a que compartimos
nuestros cinco panes y dos pescados! ¡Si no, no hubiera habido milagro, ni
alegría ni sobreabundancia!
¿Qué queremos: el pan de cebada que alimenta nuestro cuerpo solamente, o
también el pan del cielo, la eucaristía, que alimenta nuestra alma?
En el desierto falta todo... En el desierto, el pueblo de Israel -y
nosotros con él- aprende a experimentar la condición de “pobre”, de “necesitado
de todo”, especialmente del auxilio de Dios. Dios quiso probar a su pueblo,
para ver qué clase de pan le pedía: el de cebada o el del cielo.
¿Qué queremos: el pan de cebada que alimenta nuestro cuerpo solamente, o
también el pan del cielo, la eucaristía, que alimenta nuestra alma?
Los judíos de ese entonces, por lo visto, sólo querían el pan de cebada.
Y se escandalizaron del otro pan, el pan que alimentaría su espíritu, y que
Jesús les estaba prometiendo.
Nosotros hoy, cristianos del siglo XXI, ¿vivimos más interesados del pan
de cebada o del pan del cielo?
Está claro que en este desierto de la vida necesitamos comer, como
aquellos israelitas, a quienes Moisés sacó de Egipto y caminaron por el
desierto. Durante esa travesía también comieron y alimentaron su cuerpo, por la
bondad de Dios.
Pero Dios quiso probar a su pueblo, para ver qué clase de pan le pedía:
el de cebada o también el del cielo. Y les dio el maná del cielo, y les supo a
nada, a poco, sin sustancia, sin sabor. Quería sólo el pan de cebada.
¡No hay otra! Y se quejó el pueblo de Dios. Quiere comer carne y
cebollas, como en Egipto. No quiere ese pan suave que le fortalecería, aunque
no le dé gusto a su sensualidad. ¡Quiere pringarse y chuparse bien los dedos
después de haberlos metido en esas ollas repletas, hondas y humeantes del
Egipto seductor!
¡Nada! Ese pueblo quiere pan de cebada y acompañamiento de dinero, amor,
placer, felicidad, confort, éxito y poder... no quiere ese pueblo de Israel,
no, ese pan insulso del cielo ni su guarnición de fe, oración, virtudes,
mandamientos, principios, valores, promesas y destinos.
Igual les pasó a aquellos judíos que siguieron a Jesús: le buscaron sólo
por el pan de cebada que engordaba el estómago y el cuerpo. Y se escandalizaron
cuando les quiso dar el Pan del cielo, que es Su Cuerpo que alimenta y
fortalece el alma.
¡Y pensar que este Pan del cielo que nos trae Jesús, nos quita de verdad
el hambre del espíritu: el hambre de amor, de seguridad, de tranquilidad, de
felicidad, de reconocimiento, de prestigio, de éxito personal, matrimonial,
social, profesional, etc.!
Sin el Pan del cielo, sin el Pan de la eucaristía todo es insatisfacción
y tristeza y decaimiento y desgana.
¿Qué queremos: el pan de cebada que sólo alimenta el cuerpo y da gusto
al estómago, o también el Pan del cielo, que alimenta el alma y da gusto al
espíritu, que acalla todas nuestras hambres profundas?
¿Cuánto hacemos por el cuerpo, cuánto hacemos por nuestra alma? ¿Qué nos
pide de ordinario el cuerpo?
Lo sabemos, y contesta San Pablo en la carta a los efesios (Ef. 4, 17):
nos pide frivolidades. Que es lo mismo que decir sensualidades, gustos,
caprichos, antojitos, satisfacción de la concupiscencia, ya sea la de la carne
como la del espíritu.
¡Y así estamos, gordos, bien gordos por las cosas mundanas que comemos
tan a gusto! Y, ¿el espíritu y el alma? ¿Qué nos pide el espíritu? Nos contesta
de nuevo san Pablo en esta misma carta a los efesios: no proceder como los
paganos, despojarnos del hombre viejo sensual, egoísta, soberbio, vanidoso,
perezoso, lujurioso. El espíritu pide alimentarnos de justicia y santidad
verdadera.
¿Cómo está nuestro espíritu: flaco, famélico, o fuerte y robusto? ¡Cómo
nos preocupa si nuestro cuerpo enflaquece, o tiene mal color o aspecto...! ¿Y
el alma?
Se cuenta que al fakir de cierto poblado, con las costillas a la
intemperie y tumbado en su catre de clavos, punta al cielo, le preguntaba la
gente.
¿Tú no tienes que comer? Sí, pero
no me lo pide el cuerpo.
¿Es que eres distinto de todos los demás? Es que al cuerpo no se lo pide el espíritu.
Y sigue la leyenda: “Cuando dieron las 12, todos se fueron a casa y se
sentaron a comer. El fakir se fue a su chamizo y si arrodilló en oración”.
Cuando se enteró la gente, bisbiseaba lo ocurrido. Y todo porque ante el fakir,
con su culto al espíritu, ellos se avergonzaban de su propio culto al cuerpo.
No sé si llegaron a sospechar que si estaba delgado el fakir, se debía a que el
espíritu no le pedía al cuerpo que comiera.
¿Quién manda y ordena en mí: el cuerpo o el espíritu? Ojalá que sea el
espíritu quien mande en nosotros y podamos decir siempre a Cristo: “Señor,
danos siempre de ese pan” del cielo que alimenta nuestra alma. Acerquémonos a
la eucaristía que la Iglesia nos ofrece, para saciar nuestra hambre de Dios y
de eternidad.
Si las sociedades decaen, si los pueblos se debilitan, si los estados se
vuelcan al laicismo, si vemos a tanta gente demacrada, somnolienta, decaída y
triste, si algunas familias enflaquecen en valores, si hay tantos jóvenes sin
fuerza para resistir las tentaciones mundanas y luchar por la santidad de
vida... ¿no será porque nos está faltando este Pan del cielo? Señor, danos
siempre de ese pan. AR
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