El relato tiene algo de leyenda y no sé hasta qué
punto es real. De hecho, leí diferentes versiones que varían en el nombre de su
protagonista o en algunos detalles más o menos importantes. Dicen que un rey
(¿Federico II en el s. XIII?), hombre inteligente y muy instruido, que hablaba
varios idiomas, quería saber si había algún idioma “natural” al ser humano, una
lengua adámica, que no dependiera de la cultura y enseñanza. Para poder
averiguarlo decidió hacer un experimento fatal: recluyó a algunos niños recién
nacidos (las versiones van de 2 a 30 niños) en un lugar totalmente aislado del
resto de la sociedad. Las personas encargadas de cuidarlos les darían alimento
y abrigo, pero tenían prohibido hablarles ni establecer ningún tipo de
gestualidad. De esta manera, sin influencia humana alguna, el lenguaje de Adán
surgiría espontáneamente, y los niños hablarían (suponía el rey) hebreo, sin
que nadie se los hubiese enseñado. El experimento terminó de manera trágica:
todos los niños murieron en los primeros meses de vida. Sin que nadie les
hablara, les expresara afecto o contención, la vida no fue posible.
Todos sabemos que para vivir es necesario algo más
que comida y abrigo. La comunicación verbal y gestual, la expresión de las
emociones, no solo permiten un buen desarrollo personal, sino que son
absolutamente necesarias para la sobrevida humana. Hoy a nadie se le ocurriría
repetir el experimento medieval, pero no siempre recordamos lo necesario que es
darle al otro nuestra palabra.
Muchas son las cosas que van haciendo que no
valoremos suficientemente la importancia de la palabra. El apuro cotidiano, en
el que parece que no hay tiempo para demorarse en charlas y compartidas. La
fuerte presencia de las redes virtuales, que nos engañan con esas palabras
dichas a todos y a nadie. El exceso de palabras que expresan los medios de
comunicación, en los que parece que todo puede ser dicho sin mayores
consecuencias. Todo esto puede hacernos olvidar el valor de la palabra, esa que
vale más que cien documentos firmados.
Este mes, al celebrar el día del niño, me gustaría
que pensemos qué palabras les estamos dando a nuestros hijos, hermanos,
sobrinos o nietos. Las publicidades intentarán seducir para que les regalemos
el último juguete. Tal vez en muchos lugares se organicen festejos, festivales
y hasta reparto de cosas para los más pobres. Pero hoy quisiera proponerles que
también les regalemos buenos momentos de diálogo, de escucha y de comunicación.
Muchos padres y madres hacen grandes esfuerzos para darles a sus hijos e hijas
todo lo necesario para vivir. Eso los obliga a dedicar muchas horas del día al
trabajo o al estudio. Eso también es una forma de amar. Pero al ser poco el
tiempo que a veces se puede compartir, preocupémonos para que sea tiempo de
calidad, tiempo de atención plena y de escucha activa. No es lo mismo hablar
mientras se revisa el celular o se mira la tele. Si a nadie se le ocurriría
privar a un niño de su comida necesaria, de igual manera nos tendríamos que
preocupar por no privarlo de la comunicación necesaria, tan importante para
vivir como ese plato de comida.
¿A quién le podemos hoy regalar una palabra de
aliento? ¿A quién podemos dedicarle un tiempo de escucha? Regalar palabras es
regalar vida. ¡No dejemos de darlas… son gratis, pero muy valiosas! PW
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