Texto del Evangelio (Lc 7,1-10): En aquel tiempo, cuando Jesús hubo acabado de dirigir todas estas
palabras al pueblo, entró en Cafarnaúm. Se encontraba mal y a punto de morir un
siervo de un centurión, muy querido de éste. Habiendo oído hablar de Jesús,
envió donde Él unos ancianos de los judíos, para rogarle que viniera y salvara
a su siervo. Éstos, llegando donde Jesús, le suplicaban insistentemente
diciendo: «Merece que se lo concedas, porque ama a nuestro pueblo, y él mismo
nos ha edificado la sinagoga».
Jesús iba con ellos y, estando ya no lejos de la
casa, envió el centurión a unos amigos a decirle: «Señor, no te molestes,
porque no soy digno de que entres bajo mi techo, por eso ni siquiera me
consideré digno de salir a tu encuentro. Mándalo de palabra, y quede sano mi
criado. Porque también yo, que soy un subalterno, tengo soldados a mis órdenes,
y digo a éste: ‘Vete’, y va; y a otro: ‘Ven’, y viene; y a mi siervo: ‘Haz
esto’, y lo hace».
Al oír esto Jesús, quedó admirado de él, y
volviéndose dijo a la muchedumbre que le seguía: «Os digo que ni en Israel he
encontrado una fe tan grande». Cuando los enviados volvieron a la casa,
hallaron al siervo sano.
«Os digo que ni en Israel he
encontrado una fe tan grande»
Comentario: Fr. John A. SISTARE (Cumberland,
Rhode Island, Estados Unidos)
Hoy, nos enfrentamos a
una pregunta interesante. ¿Por qué razón el centurión del Evangelio no fue
personalmente a encontrar a Jesús y, en cambio, envió por delante algunos notables
de los judíos con la petición de que fuese a salvar a su criado? El mismo
centurión responde por nosotros en el pasaje evangélico: Señor, «ni siquiera me
consideré digno de salir a tu encuentro. Mándalo de palabra, y quede sano mi
criado» (Lc 7,7).
Aquel centurión poseía
la virtud de la fe al creer que Jesús podría hacer el milagro —si así lo
quería— con sólo su divina voluntad. La fe le hacía creer que, prescindiendo de
allá donde Jesús pudiera hallarse, Él podría sanar al criado enfermo. Aquel centurión
estaba muy convencido de que ninguna distancia podría impedir o detener a
Jesucristo, si quería llevar a buen término su trabajo de salvación.
Nosotros también
estamos llamados a tener la misma fe en nuestras vidas. Hay ocasiones en que
podemos ser tentados a creer que Jesús está lejos y que no escucha nuestros
ruegos. Sin embargo, la fe ilumina nuestras mentes y nuestros corazones
haciéndonos creer que Jesús está siempre cerca para ayudarnos. De hecho, la
presencia sanadora de Jesús en la Eucaristía ha de ser nuestro recordatorio
permanente de que Jesús está siempre cerca de nosotros. San Agustín, con ojos
de fe, creía en esa realidad: «Lo que vemos es el pan y el cáliz; eso es lo que
tus ojos te señalan. Pero lo que tu fe te obliga a aceptar es que el pan es el
Cuerpo de Jesucristo y que en el cáliz se encuentra la Sangre de
Jesucristo».
La fe ilumina nuestras
mentes para hacernos ver la presencia de Jesús en medio de nosotros. Y, como
aquel centurión, diremos: «Señor, no te molestes, porque no soy digno de que
entres bajo mi techo» (Lc 7,6). Por tanto, si nos humillamos ante nuestro Señor
y Salvador, Él viene y se acerca a curarnos. Así, dejemos a Jesús penetrar
nuestro espíritu, en nuestra casa, para curar y fortalecer nuestra fe y para
llevarnos hacia la vida eterna.
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