A una persona
que quiera cazar jabalís se le puede recordar que el insecticida no es un buen
instrumento para lograr eficazmente sus objetivos: el jabalí es un animal de
proporciones y movimientos muy diferentes a los que caracterizan a los
mosquitos y hormigas de nuestras casas... Esta verdad es conocida por cualquier
persona que tenga dos dedos de frente, y más si se ha dedicado por muchos años
a cazar jabalís...
Igualmente
debería ocurrir en el mundo de los laboratorios: cada experto en un campo de la
experimentación debe ser consciente de las diferencias que existen entre un
nivel de trabajo (como puede ser el trasplante de órganos de un muerto a un
vivo) y otro (la operación para sanar una deficiencia cardiaca). Debería ser
claro, pues, para un científico que lo sea de verdad, que es diferente congelar
una célula humana (como puede ser el óvulo o el esperma) que congelar un ser
vivo completo (como es el caso del zigoto-embrión en sus primeros momentos de
vida). Y hablar de estos temas es hablar de todo aquello que se refiere a la
fecundación “in vitro” y a las distintas técnicas de reproducción asistida. Por
lo visto, en este campo se dan extrañas confusiones que, gracias a Dios, no
ocurren cuando se trata de encontrar la mejor escopeta a la hora de cazar un
jabalí.
Así, uno se
encuentra en entrevistas científicas que se habla de “congelación de embriones”
(o pre-embriones) y “congelación de óvulos” sin que se note claramente la no
pequeña diferencia que existe entre estos dos tipos de congelaciones. Además,
algunos hablan con gran naturalidad del “derecho de los padres a establecer por
escrito qué se va a hacer con los embriones congelados”, como si se tratase de
decidir si queremos desguazar el carro viejo o venderlo a un establecimiento de
carros usados... Desde luego, cada familia puede hacer lo que quiera con el
helado de fresas que ha preparado la abuelita, pero cuando hablamos de
embriones la cosa debería ser un poco más seria.
Queda en pie,
nadie lo niega, el derecho de los científicos a trabajar con células con gran
libertad de investigación. Gracias a ello han ayudado al progreso de la
medicina y a la curación de muchas enfermedades que antes llevaban a la tumba a
millones de personas. Pero ni el científico, ni el padre o la madre, ni ningún
dictador, llámese Hitler o Stalin, tienen derecho alguno para someter a sus
juicios la vida de los hombres que dependen de ellos. Si en los laboratorios de
algunos Centros de Ginecología y Obstetricia tenemos ya embriones humanos
congelados, cuya vida (o muerte) dependerá del arbitrio de los padres o de
otras personas, aunque sean técnicos venidos de los mejores laboratorios del
mundo, nos encontraremos con una situación que no puede dejar indiferente a ningún
país civilizado: el hombre, aunque tenga un día de vida y se mueva con
dificultad en un “terreno de cultivo” para embriones, siempre debe ser
defendido por todos los miembros de la sociedad. Si puede ser lícito congelar
óvulos o espermas en vistas a la ayuda del buen éxito del acto sexual, no es
igualmente lícito congelar varios embriones concebidos en laboratorio para
luego decidir, en un pequeño “consejo de guerra”, quiénes y cuándo van a nacer
y quiénes serán destinados a una congelación sin fin, si es que no acaban en un
cubo de la basura...
Poco a poco
cada nación puede entrar en una etapa de mayor desarrollo, y la tecnología no
es ajena a los logros y esperanzas que todos los ciudadanos ponen continuamente
en el futuro. Pero urge tener claro el sentido auténtico del progreso y el
valor de toda vida humana desde el primer instante de su concepción (como no
dejaba de repetir el Papa Juan Pablo II). De lo contrario, corremos el riesgo
de regresar a situaciones de crueldad que son signo de perversión, egoísmo y
vacío moral.
La vida de
cada nuevo ciudadano no puede quedar abandonada al arbitrio de los padres, ni
de los científicos, ni de las autoridades públicas. Son los padres los primeros
que deben respetar al hijo que han concebido y defender su existencia frente a
cualquier manipulación, congelación o intervención dañina. Pero si, por una
monstruosidad de egoísmo, ellos llegasen a despreciar el fruto de su amor,
todos debemos sentirnos solidarios con los nuevos individuos humanos, para
defenderlos, acogerlos y darles el amor que se merecen. El científico, por su
parte, puede “asistir a la reproducción”, pero nunca suplirla con el poder de
unas técnicas que a veces quieren sustituir el amor de los padres y de la
familia como el único lugar donde venimos al mundo. Es el Estado civilizado,
moderno, justo, el que garantiza a cada uno de sus ciudadanos el nacer dentro
del marco del amor familiar y del respeto que todo hombre merece desde el
primer instante de su vida.
También es
bueno tener presente que no todo sistema de ayuda para superar la esterilidad
debe recibir un mismo juicio ético. Hay sistemas, como el de la fecundación “in
vitro” (FIVET), que reúne una serie de inconvenientes y desviaciones morales
tan grandes, que ha sido condenado incluso por numerosos expertos (científicos,
moralistas y personas de distintas confesiones religiosas) de Europa y de
América. Basta con recordar que, en esta técnica, se preparan de modo
“rutinario” varios cigotos (se fecundan varios óvulos) y ello implica que
“sobran” algunos (¿y es civilizado un pueblo en el cual hay hombres
considerados como “sobrantes” o desecho residual de una sofisticada técnica?)
Otros sistemas, cuya explicación puede ser más o menos sencilla según las
distintas técnicas que se usen, están adquiriendo una amplia difusión en
algunos de los países más avanzados, y por ahora presentan menos riesgos para
la vida del futuro miembro de la familia humana, aunque todavía conviene seguir
perfeccionando las técnicas para evitar un cierto porcentaje de abortos
naturales.
El mundo entra
en un tercer milenio lleno de expectativas y esperanzas. Cada nación camina con
la mirada puesta en el futuro, y debe saber dar un sentido moral correcto a las
distintas posibilidades que la medicina moderna nos ofrece. El principio
fundamental no puede ser distinto que el del respeto al hombre, desde el inicio
de su concepción hasta el último suspiro en su agonía. Y cada embrión que
llegue para compartir nuestro suelo patrio (que, de un modo natural y justo,
viene acogido por el seno de su madre) debe sentirse protegido y amado por
todos. La mejor bienvenida que le podemos ofrecer es la del amor fiel y
enriquecedor de los padres, y la del respeto y cuidado de la nación. Él se lo
merece, y un día, cuando lea en los libros de historia las discusiones y las
dudas de los hombres de finales del siglo XX e inicio de un nuevo siglo acerca
de la bioética, nos dará las gracias por haberle respetado y amado. Su sonrisa
valdrá más que todo el oro del mundo, porque será la mejor garantía de que lo
que con él hicimos sabrá hacerlo él también con sus hijos y nietos, es decir,
con el futuro de nuestro pueblo. FP
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