Señor, ¿a quién vamos a acudir? - Hay muchas
formas de vivir la fe. Para algunos, todo se reduce a cumplir unas obligaciones
religiosas, siguiendo normas u orientaciones que provienen de otros. Su fe
consiste en ir repitiendo un determinado comportamiento religioso a lo largo de
toda la vida. Nunca aprenden nuevas formas de orar. Nunca han leído
personalmente el evangelio. Nunca se han preocupado de ahondar en su fe. Pasan
los años y siguen alimentando su relación con Dios mediante esquemas aprendidos
en la infancia.
Este tipo de
fe es fruto de una educación religiosa que insistía más en la obediencia que en
la responsabilidad, en la observancia más que en la creatividad, en la ley más
que en la escucha interior a Dios. Este cristianismo no es «obediencia a la
verdad» —así define san Pablo la fe—, sino obediencia a la tradición y a las
personas revestidas de autoridad religiosa.
Esta fe no
ayuda a crecer ni a profundizar. Tampoco despierta la creatividad de la
persona. En esta fe falta alegría, deseo de Dios, amor a la vida. El individuo
se limita a «cumplir sus obligaciones religiosas». Convertida en algo
superfluo, no será difícil un día prescindir de ella sin sentir vacío alguno.
La verdadera
fe es otra cosa. El creyente vive una especie de «aventura personal» con Dios.
Su fe se va transformando y enriqueciendo a lo largo de los años. Aprende a
situarse ante el misterio de Dios con una confianza y humildad siempre nuevas.
Descubre caminos antes desconocidos para invocar su gracia y saborear su bondad
insondable. Cada vez entiende mejor lo que puede significar la promesa de Dios:
«Yo os daré un corazón nuevo y pondré dentro de vosotros un espíritu nuevo;
arrancaré de vuestra carne el corazón de piedra y os daré un corazón de carne»
(Ezequiel 36, 26).
Es cierto que
también el creyente puede atravesar toda clase de crisis y de oscuridad, y
vivir largos años de rutina y mediocridad. Pero siempre es posible «renacer».
El relato de Juan nos recuerda una fuerte crisis de fe entre los discípulos de
Jesús. Algunos vacilan, pues su modo de hablar les parece «inaceptable». Otros
se echan para atrás y lo abandonan. Entonces Jesús se dirige directamente a los
Doce. «¿También vosotros queréis marcharos?» Con su habitual sinceridad, Pedro
le contesta: «Señor, ¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida
eterna; nosotros creemos» (Juan 6, 68-69).
La crisis de
fe puede conducir a captar mejor su importancia. Los Doce descubren que, si
abandonan a Cristo, no tendrían a quién acudir, pues no encontrarían en ningún
otro «palabras de vida eterna». JAP
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