Texto del Evangelio (Lc 23,33.39-43): Cuando los soldados llegaron al lugar llamado Calvario,
crucificaron allí a Jesús y a los malhechores, uno a la derecha y otro a la
izquierda. Uno de los malhechores colgados le insultaba: «¿No eres tú el
Cristo? Pues ¡sálvate a ti y a nosotros!». Pero el otro le respondió diciendo:
«¿Es que no temes a Dios, tú que sufres la misma condena? Y nosotros con razón,
porque nos lo hemos merecido con nuestros hechos; en cambio, éste nada malo ha
hecho». Y decía: «Jesús, acuérdate de mí cuando vengas con tu Reino». Jesús le
dijo: «Yo te aseguro: hoy estarás conmigo en el Paraíso».
«Jesús, acuérdate de mí cuando vengas
con tu Reino»
Comentario: Fra. Agustí BOADAS Llavat
OFM (Barcelona, España)
Hoy, el Evangelio
evoca el hecho más fundamental del cristiano: la muerte y resurrección de
Jesús. Hagamos nuestra, hoy, la plegaria del Buen Ladrón: «Jesús, acuérdate de
mí» (Lc 23,42). «La Iglesia no ruega por los santos como ruega por los
difuntos, que duermen en el Señor, sino que se encomienda a las oraciones de aquéllos
y ruega por éstos», decía san Agustín en un Sermón. Una vez al año, por lo
menos, los cristianos nos preguntamos sobre el sentido de nuestra vida y sobre
el sentido de nuestra muerte y resurrección. Es el día de la conmemoración de
los fieles difuntos, de la que san Agustín nos ha mostrado su distinción
respecto a la fiesta de Todos los Santos.
Los sufrimientos de la
Humanidad son los mismos que los de la Iglesia y, sin duda, tienen en común que
todo sufrimiento humano es de algún modo privación de vida. Por eso, la muerte
de un ser querido nos produce un dolor tan indescriptible que ni tan sólo la fe
puede aliviarlo. Así, los hombres siempre han querido honrar a los difuntos. La
memoria, en efecto, es un modo de hacer que los ausentes estén presentes, de
perpetuar su vida. Pero sus mecanismos psicológicos y sociales amortiguan los
recuerdos con el tiempo. Y si eso puede humanamente llevar a la angustia,
cristianamente, gracias a la resurrección, tenemos paz. La ventaja de creer en
ella es que nos permite confiar en que, a pesar del olvido, volveremos a
encontrarlos en la otra vida.
Una segunda ventaja de
creer es que, al recordar a los difuntos, oramos por ellos. Lo hacemos desde
nuestro interior, en la intimidad con Dios, y cada vez que oramos juntos, en la
Eucaristía, no estamos solos ante el misterio de la muerte y de la vida, sino
que lo compartimos como miembros del Cuerpo de Cristo. Más aún: al ver la cruz,
suspendida entre el cielo y la tierra, sabemos que se establece una comunión
entre nosotros y nuestros difuntos. Por eso, san Francisco proclamó agradecido:
«Alabado seas, mi Señor, por nuestra hermana, la muerte corporal».
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