Si a una
persona se le reconoce por ley el derecho a “algo”, significa que puede tener o
realizar ese “algo”. Si el derecho es justo, ese “algo” merece ser atendido. Si
el derecho es injusto, ese “algo” debe ser denegado.
Alguno pensará
que la idea de un derecho injusto es autocontradictoria. Porque hablar de un
derecho injusto implica declarar como aceptable un acto que provoca algún daño
a otros (no hay injusticia donde no se provocan daños).
A pesar de esa
observación, el hecho es que hay leyes que admiten como “derechos” actos que
implican dañar a otros.
Eso ocurre,
por ejemplo, si una ley permite una reglamentación laboral donde el empresario
puede despedir con motivaciones injustas a sus empleados. O si permite
intereses abusivos en los préstamos por parte de los bancos. O si deja la
puerta abierta a comportamientos que claramente ponen en peligro la convivencia
ciudadana. O si autoriza a la policía a arrestar a personas sin pruebas y sin
garantías jurídicas básicas.
Uno de los
casos más extendido entre países democráticos de “derechos dañinos” se produce
desde la legalización del aborto. Si el aborto se convierte en algo legalizado,
si es defendido y promovido como un “derecho”, se autoriza a algunos seres
humanos a eliminar la vida de otros seres humanos, con la excusa de que los
segundos son sumamente pequeños, indefensos e incapaces de reaccionar para
defenderse.
Cualquier
estado que legaliza el aborto u otros actos que perjudican a seres humanos
inocentes promueve el derecho de dañar a otros, es decir, el derecho a la
injusticia.
Por lo mismo,
oponerse a cualquier ley que vaya contra el bien básico de la vida, por
ejemplo, a cualquier ley que permita el aborto, es no sólo legítimo, sino un
auténtico deber de aquellas personas que reconozcan y amen a los miembros más
pequeños e indefensos de la especie humana: los hijos antes de nacer. FP
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