Texto del Evangelio (Jn 6,60-69): En aquel
tiempo, muchos de sus discípulos, al oírle, dijeron: «Es duro este lenguaje.
¿Quién puede escucharlo?». Pero sabiendo Jesús en su interior que sus
discípulos murmuraban por esto, les dijo: «¿Esto os escandaliza? ¿Y cuando
veáis al Hijo del hombre subir adonde estaba antes? El espíritu es el que da
vida; la carne no sirve para nada. Las palabras que os he dicho son espíritu y
son vida. Pero hay entre vosotros algunos que no creen». Porque Jesús sabía
desde el principio quiénes eran los que no creían y quién era el que lo iba a
entregar. Y decía: «Por esto os he dicho que nadie puede venir a mí si no se lo
concede el Padre».
Desde
entonces muchos de sus discípulos se volvieron atrás y ya no andaban con Él.
Jesús dijo entonces a los Doce: «¿También vosotros queréis marcharos?». Le
respondió Simón Pedro: «Señor, ¿a quién vamos a ir? Tú tienes palabras de vida
eterna, y nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios».
«Tú
tienes palabras de vida eterna»
Comentario: Rev. D. Jordi
PASCUAL i Bancells (Salt, Girona, España)
Hoy acabamos de leer
en el Evangelio el discurso de Jesús sobre el Pan de Vida, que es Él mismo que
se dará a nosotros como alimento para nuestras almas y para nuestra vida
cristiana. Y, como suele pasar, hemos contemplado dos reacciones bien
distintas, si no opuestas, por parte de quienes le escuchan.
Para algunos, su
lenguaje es demasiado duro, incomprensible para su mentalidad cerrada a la
Palabra salvadora del Señor, y san Juan dice —con una cierta tristeza— que
«desde entonces muchos de sus discípulos se volvieron atrás y ya no andaban con
Él» (Jn 6,66). Y el mismo evangelista
nos da una pista para entender la actitud de estas personas: no creían, no
estaban dispuestas a aceptar las enseñanzas de Jesús, frecuentemente incomprensibles
para ellos.
Por otro lado, vemos
la reacción de los Apóstoles, representada por san Pedro: «Señor, ¿a quién
vamos a ir? Tú tienes palabras de vida eterna, y nosotros creemos» (Jn 6,68-69). No es que los doce sean
más listos que los otros, ni tampoco más buenos, ni quizá más expertos en la
Biblia; lo que sí son es más sencillos, más confiados, más abiertos al
Espíritu, más dóciles. Les sorprendemos de cuando en cuando en las páginas de
los evangelios equivocándose, no entendiendo a Jesús, discutiéndose sobre cuál
de ellos es el más importante, incluso corrigiendo al Maestro cuando les
anuncia su pasión; pero siempre los encontramos a su lado, fieles. Su secreto:
le amaban de verdad.
San Agustín lo
expresa así: «No dejan huella en el alma las buenas costumbres, sino los buenos
amores (...). Esto es en verdad el amor: obedecer y creer a quien se ama». A la
luz de este Evangelio nos podemos preguntar: ¿dónde tengo puesto mi amor?, ¿qué
fe y qué obediencia tengo en el Señor y en lo que la Iglesia enseña?, ¿qué
docilidad, sencillez y confianza vivo con las cosas de Dios?
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