Dice el Evangelio de San Juan, que Tomás estaba ausente. Y en el va a
representarse la resistencia a la luz. Todos los apóstoles se habían
mostrado reticentes. Tomás ira mucho más allá, hasta la cerrazón. No le ha convencido la tumba vacía
no le han impresionado las meditaciones sobre las Escrituras que le han narrado
los dos de Emaús, no se rinde ante el testimonio concorde de todos sus
hermanos; Él quiere ver. Se encierra en su incredulidad. Y cuando todos le aseguran
que ellos han visto, quiere ir más allá, no solo tocar, sino sondear
la identidad del crucificado metiendo sus dedos, sus manos en las
mismas llagas.
Jesús va a prestarse, con admirable condescendencia, a todas las absurdas
exigencias del discípulo, pero dejara pasar ocho días como para dar un plazo a
esa incredulidad.
¿Es que Tomás no amaba a su Maestro? Si,
evidentemente. Pero era testarudo, positivista, obstinado. No solo quería
pruebas, sino que las exigía a la medida de su capricho.
Jesús se somete a ellas con una mezcla de ironía
y realismo. Esta vez los apóstoles se han reunido para rezar en común.
Tomás se siente incomodo en medio de la fe de todos, pero el paso de los días
parece haber robustecido su incredulidad. Mas no por ello piensa en separarse
de sus hermanos. Hay una fe, más honda que sus dudas, que sigue uniéndole a
ellos. Esta fue su salvación: seguir con los suyos a pesar de la oscuridad Como
comenta Evely: “Tomas es un autentico hombre moderno, un existencialista que
no cree más que en lo que toca, un hombre que vive sin ilusiones, un pesimista
audaz que quiere enfrentarse con el mal, pero que no se atreve a creer en el
bien. Para él lo peor es siempre lo más seguro..."
Y Jesús ahora se aparece solo para él. Están
todos, pero el Maestro se dirige directamente a Tomas. “Ven, Tomás, trae tu
dedo y mételo en las llagas de mis manos, trae tu mano y métela en mi costado” (Jn 19, 27). Ahora queda completamente
desconcertado. En realidad nunca había podido imaginarse que su deseo pudiera
ser escuchado. Su desafío no había sido más que un pedir imposibles,
un modo de encerrarse en su duda.
Eso creía él, al menos. Porque cuando vio a
Jesús, cuando oyó su voz dulce, tierna, Tomás se dio cuenta de
que, allá en el fondo, siempre había creído en la resurrección, que
la deseaba con todo corazón, que si se negaba a ella, era por miedo a ser
engañado en algo que deseaba tanto, que se había estado muriendo de deseo y de
miedo de creer al mismo tiempo.
Los dos de Emaús creían que creían. Tomas creía que no creía. Jesús les
trajo a los tres a la sencillez alegre de creer sin sueños y sin miedos. En el fondo Tomás se dio cuenta de que si se
negaba a creer era por la rabia de no haber estado allí cuando Jesús vino ¿Los
demás iban a verle y el tendría que creer solo por la palabra de los otros? Con
su negativa estaba provocando a Jesús a aparecerse de nuevo. También él
necesitaba mimos, cariño, ternura. No era, en el fondo otra cosa, que un niño
enrabietado.
Por eso temblaba cuando Jesús le mandó tocar. No quería hacerlo. Sentía
ahora una infinita vergüenza de sus palabras de ocho días antes. Si tocó, no lo hizo ya por necesidad de
pruebas, sino como una penitencia por su cerrazón. Deslumbrado y aplastado,
cayó de rodillas y dijo: ¡Señor mío y Dios mío!
Así la humillación le llevaba a una de las más bellas oraciones de todo el
evangelio. Ahora iba en su fe hasta donde nunca había llegado ningún
apóstol. Nadie le había dicho antes a Jesús Dios mío. Tiene razón Evely al
subrayar: “De aquel pobre Tomas,
Jesús ha sacado el acto de fe más hermoso que conocemos. Jesús lo ha amado
tanto, lo ha curado con tanto esmero, que de esta falta, de esta amargura, de
esta humillación ha hecho un recuerdo maravilloso. Dios sabe perdonar así los
pecados. Dios es el único que sabe hacer de nuestras faltas, unas faltas
benditas, unas faltas que no nos recordaran más que la maravillosa ternura que
se ha revelado con ocasión de las mismas..." JLMD
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