Debemos a San Lucas el conocimiento amplio de lo sucedido el
mismo día de la Resurrección, a Cleofás y su compañero en el camino de Emaús.
Andan entristecidos por una esperanza perdida. Cuando Jesús resucitado se hace
el encontradizo con ellos, no salen de su asombro ante la pregunta del Señor
sobre la conversación que traen. Al tratar de explicar lo sucedido al que se ha
sumado como compañero de viaje, ellos mismos confiesan su desesperanza: “nosotros
esperábamos que él sería quien redimiera a Israel. Pero con todo, es ya el
tercer día desde que han pasado estas cosas”.
Esperábamos, afirman en un pasado que suena a fiasco. Tal vez
no esperaban nada, o no esperaban rectamente porque su idea de la redención de
Israel era muy otra. No nos extraña porque, en demasiadas ocasiones y a
demasiados cristianos, nos viene a suceder lo mismo cuando pensamos que Dios no
está a nuestro lado, o no nos escucha o, si nos escucha, no atiende a nuestras
necesidades. No tenemos en cuenta aquello de San Pablo a los Romanos: “el
Espíritu acude en ayuda de nuestra flaqueza: porque no sabemos lo que debemos
pedir como conviene; pero el mismo Espíritu intercede por nosotros con gemidos
inefables”. Nuestra oración ha de ser guiada por el mismo Dios, porque no
siempre pedimos bien.
Y esto hace Jesús con aquellos dos desesperanzados, también
impacientes y poco comprensivos con los tiempos de Dios porque se van a Emaús
cuando ya tienen bastantes rumores acerca de la Resurrección o, mejor dicho,
más que rumores tienen el testimonio de las mujeres y de alguno de los suyos,
pero como a Él no lo han visto, no les basta. Una vez más nos encontramos
pensando con criterios exclusivamente humanos y, seguramente por eso, de vuelo
corto.
Por fortuna -como a aquellos dos caminantes desalentados-
Jesús se nos acerca mucho más de lo que pensamos y de variadísimas maneras. Con
Cleofás y su amigo empleó la misma paciencia que con nosotros. En su caso, para
explicarles desde Moisés a los Profetas a fin de que comprendieran que todo
había sucedido como estaba previsto.
En nuestras situaciones hará también cuanto necesitemos para
calentar nuestro corazón o dar luz a nuestra mente. La luz es enseñarnos a ver
nuestra vida y lo que nos sucede con los ojos de la fe, tan distintos de
nuestras miradas cortas. Estamos habituados a razonar de modo que comprendamos
todo con silogismos bien construidos, pero con frecuencia nos olvidamos de la
premisa mayor: Dios, que ve las cosas de otro modo, ‘sub especie aeternitatis’,
con la vista puesta en la eternidad. Las cosas son como las ve Dios. Y nos
caldeará el corazón, como hizo con aquellos dos hombres de modo casi
imperceptible, porque acaban de darse cuenta al final: “¿no es verdad que ardía
nuestro corazón dentro de nosotros, mientras nos hablaba por el camino y nos
explicaba las Escrituras?”.
Hemos de tener el oído atento para escuchar al Señor, que nos
habla también a través de las Escrituras, en la Eucaristía, a través de un
amigo, en el acompañamiento o dirección espiritual, en una homilía u otros
medios de formación, en un rato de oración ante el Señor sacramentado o en otro
lugar cuando no es posible acercarse a un sagrario, en las incidencias de la
vida corriente o siendo nosotros ese cristiano que “debe hacer presente a
Cristo entre los hombres, debe obrar de tal manera que quienes le traten
perciban el ‘bonus odor Christi’ (Cfr. 2
Cor II, 15), el buen olor de Cristo; debe actuar de modo que, a través de
las acciones del discípulo, pueda descubrirse el rostro del Maestro”. Así lo
afirmaba San Josemaría Escrivá, comentando este pasaje de Lucas en la homilía
Cristo presente en los cristianos.
Así, un camino de ida para quienes parecen ‘estar de vuelta’
se convirtió, por la misericordia de Jesús, en el camino del encuentro, un
sendero en el que, por obra de Dios, el desaliento se convierte en luz y calor.
A pesar de nuestras debilidades, todos tenemos la posibilidad de ser el amable
compañero de viaje que haga pronunciar a nuestros familiares, amigos,
compañeros, vecinos... las mismas palabras de los discípulos de Emaús que, como
se lee en Camino, “debían salir espontáneas, si eres apóstol, de labios de tus
compañeros de profesión, después de encontrarte a ti en el camino de la vida”.
Esa vía de ida, que facilita el camino de vuelta a nuestro
sitio, a la casa del Padre, está en nuestras manos para cada uno de nosotros y
para los demás. Antes cité algunos medios. Quiero ir finalizando recordando
algo capital: la confesión sacramental, el sacramento de la misericordia y el
perdón, que quita nuestras costras y durezas para que la voz del Espíritu
resuene más clara en nuestra conciencia, ese sagrario de nuestra intimidad en
el que escuchamos la voz de Dios siempre que nuestras auto-disculpas no la
conviertan en el sonido de la propia subjetividad.
Se levantaron de la mesa que habían compartido con el Señor y
regresaron a Jerusalén, volvieron a su sitio, al redil de Dios, donde
encontraron reunidos a los once y a los que estaban con ellos. Volvieron para
ser cada uno apóstol de apóstoles. Termino con otras palabras de San Josemaría
tremendamente animantes: “Camino de Emaús. Nuestro Dios ha llenado de dulzura
este nombre. Y Emaús es el mundo entero, porque el Señor ha abierto los caminos
divinos de la tierra” (Amigos de Dios,
314). PCLl
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