Hagamos un breve repaso para tratar de entender el porqué de este conflicto. En marzo de 2020 las clases de todos los niveles se iniciaron normalmente, sin paros.
Virtualidad. La pandemia generó primero en el Gobierno la voluntad de sostener las instituciones abiertas, negando la necesidad de su cierre. Prueba de esto fue la reunión del 13 de marzo de 2020 de los ministros Trotta y González García ante sus pares de provincias, gremios y universidades, en la que el titular de la cartera educativa nacional sostuvo: Asumimos el compromiso de llevar, entre todos, tranquilidad a la sociedad de que la continuidad escolar de nuestras niñas, niños, adolescentes y jóvenes es, al día de la fecha, la mejor medida para resguardar la salud de todas y todos, mientras que su entonces par de Salud dijo: “Suspender las clases tiene un impacto social muy grande y no tiene efectos considerables en la salud”.
Con posterioridad, el Ejecutivo dictaba el Aislamiento Social Preventivo y Obligatorio (ASPO) y el consecuente cierre de las instituciones educativas, sostenido con las sucesivas prórrogas de esta medida. Como consecuencia de ello, la virtualización fue la forma de sostener la educación. Pero había un detalle pasado por alto: la educación a distancia estaba prohibida para menores de 18 años, salvo excepciones. Recién en junio se modificó la Ley de Educación Nacional convalidando lo actuado y habilitando la educación de emergencia.
Desde la mitad del año pasado se verifican propuestas de reapertura cuidada de instituciones educativas en base a planteos científicos, de organismos internacionales como Unesco, Unicef, Cepal, etc., porque se comprueba que las instituciones cerradas y la pérdida de contacto, en especial con brechas tecnológicas elevadas, generaron una tragedia de abandono, violencias domésticas, etc., y a esto se sumaron entidades intermedias, madres y padres. Aun con esas definiciones internacionales, y con poca, y en algunas regiones, casi nula, circulación viral, la postura oficial fue sostener el cierre.
Después se viró a delegar en las provincias la definición en base a condiciones sanitarias, lo que provocó el debate en torno a los protocolos para la reapertura, lo que generó en octubre el semáforo de indicadores epidemiológicos, que tiene en cuenta: nivel de transmisión, cantidad de contagios en relación con las dos semanas anteriores al momento del testeo y porcentaje de ocupación de camas de terapia intensiva.
Presencialidad. Para este año, la definición oficial fue radicalmente diferente: se debía privilegiar la presencialidad, lo que se sostenía mediante cifras de contagio en donde el universo educativo resulta ser de muy baja circulación del virus. Ante esa postura, la vuelta a lo presencial varió según las jurisdicciones entre lo virtual, lo híbrido y lo presencial. El grueso de la población debe asistir a clases, aunque sean complementadas con virtuales.
Esta posición fue sostenida por el Ejecutivo nacional, ya en el marco de la ‘segunda ola del Covid’, hasta incluso el pasado 14 de abril en el Consejo Federal de Educación con expresiones del doctor Trotta: “Las restricciones no deben comenzar por el cierre de escuelas…”.
Acto seguido, el mismo día, el presidente de la Nación anuncia el cierre de escuelas en el área metropolitana denominada AMBA. Lo que es refrendado 48 horas después por medio del Decreto 241/21, que es firmado también por el ministro de Educación.
Frente a estas oscilaciones, es importante decir que hacer educación en contexto de pandemia nos obliga a tener una mirada estratégica y flexibilidad operativa, para afrontar los desafíos que se nos plantean. Lo zigzagueante de las políticas no contribuye a que estudiantes, docentes, autoridades y demás actores se sientan cómodos haciendo educación.
Los acuerdos y argumentos dados en el marco del Consejo Federal, como parlamento del sistema educativo, deben ser primordiales, en especial para un Estado nacional que delega en las jurisdicciones provinciales la educación primaria, secundaria y superior que no es universitaria.
Rigor. Las políticas de Estado no pueden carecer de rigurosidad, lo que se sostiene como bueno no puede dejar de serlo en horas. La educación y sus comunidades necesitan un norte claro, un cuidado responsable y respetuoso. La sociedad del conocimiento coloca la educación en un lugar de relevancia por sus impactos en el desarrollo de los pueblos. A punto tal que esta sociedad es en sí una sociedad de aprendizajes permanentes.
Este año de pandemia fue un tiempo de enormes enseñanzas. Es una pena que esos conocimientos generados y las evidencias científicas recabadas no puedan revertir una tendencia hacia el grouchomarxismo, por eso de: “Estos son mis principios, pero si no le gustan tengo estos otros”.
Si la escuela no es ámbito de contagio, no debe cerrar. Si lo que preocupa es lo que ocurre fuera de ella, eso es lo que hay que resolver. Estas medidas atacan a la resultante de un proceso y no al proceso.
El Presidente sostiene que “es evidente que solo reduciendo la circulación podemos contener el nivel de contagio”, pero en CABA, por ejemplo, el porcentaje de uso del transporte público para asistir a clases es relativamente bajo, ya que prima la cercanía.
Que esto haya llegado a ser objeto de tramitaciones y sentencias judiciales habla tanto de la incapacidad de encontrar consensos como de la falta de razonabilidad de algunos planteos a la hora de restringir un derecho humano, un bien público y una responsabilidad del Estado en todos sus niveles, como es la educación, que debe ser una actividad prioritaria y esencial, siempre y en todo lugar.
Bueno sería que el árbol no nos tapara el bosque, como dice el dicho. Sostener, promover y promocionar la educación por todos los medios es la mejor vacuna contra la otra pandemia que tiene Argentina desde hace décadas y que hoy afecta a la mayoría de niñas, niños y adolescentes: la pobreza.
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