“Ningún viento es favorable a quien desconoce a qué puerto se
dirige”, decía Séneca.
Existe el peligro de ir por la vida sin tener clara la meta,
sin saber a qué puerto vamos.
Es verdad que muchas veces apuntamos hacia metas provisionales,
hacia pequeñas escalas en el camino de la vida. Este año orientamos nuestro
esfuerzo en terminar bien los estudios universitarios. Luego iremos en busca de
un trabajo, de una casa, de un esposo o esposa, de una familia. Más adelante,
trabajaremos por aquello que pueda ser mejor para los hijos.
En algunos ‘momentos intermedios’ nos dedicaremos a buscar
una medicina, a pedir consejo a un amigo, a comprar un televisor o un libro, a
realizar un viaje de descanso... Metas intermedias, provisionales. Etapas de un
camino mucho más serio que nos lleva hacia el puerto definitivo.
Podemos preguntarnos: ¿existe ese puerto último, una meta que
explica todas las demás, después de la cual ya no quedan más etapas por
recorrer? Alguno dirá que no hay puertos definitivos, y optará por vivir al
día. Sin orden, sin brújula, sin esfuerzo por llevar a cabo conquistas para su
vida profesional o familiar. Otros preferirán ir de etapa en etapa. Lo que
llegue a ocurrir al final, cuando ya no queden páginas por escribir, no lo
sabemos, o tal vez será un simple desaparecer, como niebla ante el viento tibio
de la mañana.
Los cristianos sabemos cuál es nuestro destino, cuál es la
meta que nos espera. Cristo mismo lo dijo: ha ido al Padre para prepararnos un
lugar, para organizar la bienvenida más hermosa, más completa en la Patria
verdadera (Jn 14,1-3).
Con la mirada en el cielo, seguimos en este variado viaje de
la vida. Con sus vientos, con sus tormentas, con sus olas, con sus días, con
sus noches, con sus alegrías, con sus tristezas. Para los que aman a Dios, todo
lleva a la meta (cf. Rm 8,28), todo
viento es favorable, toda prueba es un escalón más hacia el cielo.
El puerto sigue abierto, la travesía continúa. No siempre es
fácil vivir de esperanza, ni mantener la nave intacta. Pero entre nosotros
sigue Jesús, el Galileo. Tal vez dormido y silencioso, pero fiel y sereno, como
el verdadero Señor de nuestra historia. La Iglesia, nave, madre y maestra, nos
lleva dentro, nos invita a amar, nos impulsa con el soplo impetuoso del
Espíritu. Vamos a casa, vamos al cielo, vamos al abrazo eterno del Padre bueno.
FP
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