Laico Mártir, 05 de
Marzo
Martirologio Romano: En
Panfilia, san Conón, mártir, hortelano de profesión, que bajo el emperador
Decio fue obligado a correr ante un carro con los pies atravesados por clavos
y, cayendo de rodillas, entregó el espíritu mientras oraba († c.
250).
Conón era de Galilea y se había retirado a Panfilia, en Maguido, en
donde cultivaba un pequeño jardín. Después del martirio de los santos Papías,
Diodoro y Claudiano, durante la persecución de Decio, el prefecto Publio fue a
la región, se detuvo en las puertas de la ciudad e hizo saber a los habitantes
que deberían reunirse a su alrededor. Todo el mundo respondió al llamado; sin
embargo un tal Naódoro, con algunos ancianos de la ciudad pidió ayuda para
buscar a los que pudiesen haberse escondido. Se organizó un equipo, al que se
unió un tal Orígenes y no tardó en llegar al sitio donde Conón cultivaba su
jardín. Después de haberle saludado, Orígenes le dijo:
-El prefecto os llama.
-¿Qué quiere de mí el prefecto? -dijo Conón-, soy un extranjero y,
sobre todo, un cristiano.
Que busque el prefecto a quienes tengan su misma calidad y rango, en
vez de un pobre hombre como yo, que trabaja con pena la tierra.
Inmediatamente mandó Naódoro que ataran a Conón a su caballo y se lo
llevó a rastras, sin que el santo hombre opusiera resistencia. Por el camino,
Naódoro dijo a Orígenes: «Nuestra cacería no fue en vano, puesto que llevamos
una buena pieza. Este tendrá que justificarse más que ningún otro cristiano».
Al llegar ante el prefecto, Naódoro le mostró al cautivo y dijo con
marcado tono de ironía: «Por la vigilancia de los dioses, según la orden del
todopoderoso Emperador y, gracias a vuestra buena fortuna, acabamos de
descubrir a este hombre, el bien amado de los dioses, el más sumiso a las leyes
y a los mandatos del gran Rey». Entonces Conón, se irguió para gritar con todas
sus fuerzas: «¡No es cierto! ¡Yo no obedezco sino al gran Rey que es Cristo!»
Entonces intervino Orígenes para dar explicaciones al asombrado
prefecto: «Excelencia, le dijo; después de haber recorrido toda la ciudad no
encontramos más que a este pobre anciano en un jardín». El prefecto se dirigió
a Conón y le preguntó quién era, de dónde venía y cuál era su familia. A todo
esto, Conón respondió sencillamente:
-Soy de Nazaret de Galilea. Mi familia es la de Cristo, a quien desde
mi infancia reconozco como a supremo Dios.
-Si conoces a Cristo como un Dios -dijo el prefecto-, reconoce también
a nuestros dioses y ríndeles homenaje.
Conón dejó escapar un suspiro, levantó al cielo la vista y exclamó:
-¡Impío! ¿Cómo puedes blasfemar así del Dios Supremo?, te aseguro que
no podrás persuadirme a que haga lo que dices.
Entonces el tirano mandó que le encajaran clavos en la planta de los
pies y, en esas condiciones, obligó al anciano a que corriera delante de su
carro. El santo atleta de Cristo obedeció y comenzó a correr al tiempo que
entonaba el salmo 39: «Esperé en Yahvé confiadamente y se inclinó hacia mí y
oyó mi grito», para que no escapara de su boca queja alguna, sino solo
alabanzas, al sufrir por su Señor. No dejó de cantar hasta que le faltaron las
fuerzas y cayó al suelo agonizante. Todavía tuvo alientos para exclamar:
«¡Señor, recibe mi espíritu!», antes de expirar.
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