J. Galbraith, el gran
teórico del capitalismo moderno, describe así el poder del dinero en su obra
«La sociedad de la abundancia». El dinero «trae consigo tres ventajas
fundamentales: primero, el goce del poder que presta al hombre; segundo, la
posesión real de todas las cosas que pueden comprarse con dinero; tercero, el
prestigio o respeto de que goza el rico gracias a su riqueza».
Cuántas personas, sin
atreverse a confesarlo, saben que en su vida, en un grado u otro, lo decisivo,
lo importante y definitivo, es ganar dinero, adquirir un bienestar material,
lograr un prestigio económico.
Aquí está sin duda,
uno de los quiebres más graves de nuestra civilización. El hombre occidental se
ha hecho en buena parte materialista y, a pesar de sus grandes proclamas sobre
la libertad, la justicia o la solidaridad, apenas cree en otra cosa que no sea
el dinero.
Y, sin embargo, hay
poca gente feliz. Con dinero se puede montar un piso agradable, pero no crear
un hogar cálido. Con dinero se puede comprar una cama cómoda, pero no un sueño
tranquilo. Con dinero se pueden adquirir nuevas relaciones, pero no despertar
una verdadera amistad. Con dinero se puede comprar placer pero no felicidad.
Pero, los creyentes hemos de recordar algo más. El dinero abre todas las
puertas, pero nunca abre la puerta de nuestro corazón a Dios.
No estamos
acostumbrados los cristianos a la imagen violenta de un Mesías fustigando a las
gentes. Y, sin embargo, ésa es la reacción de Jesús al encontrarse con hombres
que, incluso en el templo, no saben buscar otra cosa que no sea su propio
negocio.
El templo deja de ser
lugar de encuentro con el Padre cuando nuestra vida es un mercado donde sólo se
rinde culto al dinero. Y no puede haber una relación filial con Dios Padre
cuando nuestras relaciones con los demás están mediatizadas sólo por intereses de
dinero. Imposible entender algo del amor, la ternura y la acogida de Dios
cuando uno solo vive buscando bienestar. No se puede servir a Dios y al Dinero.
JAP
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