Texto del Evangelio (Mt 21,33-43.45-46): En aquel tiempo, Jesús dijo a los grandes sacerdotes y a los
notables del pueblo: «Escuchad otra parábola. Era un propietario que plantó una
viña, la rodeó de una cerca, cavó en ella un lagar y edificó una torre; la
arrendó a unos labradores y se ausentó. Cuando llegó el tiempo de los frutos,
envió sus siervos a los labradores para recibir sus frutos. Pero los labradores
agarraron a los siervos, y a uno le golpearon, a otro le mataron, a otro le
apedrearon. De nuevo envió otros siervos en mayor número que los primeros; pero
los trataron de la misma manera. Finalmente les envió a su hijo, diciendo: ‘A
mi hijo le respetarán’. Pero los labradores, al ver al hijo, se dijeron entre
sí: ‘Este es el heredero. Vamos, matémosle y quedémonos con su herencia’. Y agarrándole,
le echaron fuera de la viña y le mataron. Cuando venga, pues, el dueño de la
viña, ¿qué hará con aquellos labradores?».
Dícenle: «A esos miserables les dará una muerte
miserable y arrendará la viña a otros labradores, que le paguen los frutos a su
tiempo». Y Jesús les dice: «¿No habéis leído nunca en las Escrituras: La piedra
que los constructores desecharon, en piedra angular se ha convertido; fue el
Señor quien hizo esto y es maravilloso a nuestros ojos? Por eso os digo: se os
quitará el Reino de Dios para dárselo a un pueblo que rinda sus frutos».
Los sumos sacerdotes y los fariseos, al oír sus
parábolas, comprendieron que estaba refiriéndose a ellos. Y trataban de
detenerle, pero tuvieron miedo a la gente porque le tenían por profeta.
«La piedra que los constructores
desecharon, en piedra angular se ha convertido»
Comentario: Rev. D. Melcior QUEROL i Solà (Ribes
de Freser, Girona, España)
Hoy, Jesús, por medio
de la parábola de los viñadores homicidas, nos habla de la infidelidad; compara
la viña con Israel y los viñadores con los jefes del pueblo escogido. A ellos y
a toda la descendencia de Abraham se les había confiado el Reino de Dios, pero
han malversado la heredad: «Por eso os digo: se os quitará el Reino de Dios
para dárselo a un pueblo que rinda sus frutos» (Mt 21,43).
Al principio del
Evangelio de Mateo, la Buena Nueva parece dirigida únicamente a Israel. El
pueblo escogido, ya en la Antigua Alianza, tiene la misión de anunciar y llevar
la salvación a todas las naciones. Pero Israel no ha sido fiel a su misión.
Jesús, el mediador de la Nueva Alianza, congregará a su alrededor a los doce
Apóstoles, símbolo del “nuevo” Israel, llamado a dar frutos de vida eterna y a
anunciar a todos los pueblos la salvación.
Este nuevo Israel es
la Iglesia, todos los bautizados. Nosotros hemos recibido, en la persona de
Jesús y en su mensaje, un regalo único que hemos de hacer fructificar. No nos
podemos conformar con una vivencia individualista y cerrada a nuestra fe; hay
que comunicarla y regalarla a cada persona que se nos acerca. De ahí se deriva
que el primer fruto es que vivamos nuestra fe en el calor de familia, el de la
comunidad cristiana. Esto será sencillo, porque «donde hay dos o más reunidos
en mi nombre, yo estoy allí en medio de ellos» (Mt 18,20).
Pero se trata de una
comunidad cristiana abierta, es decir, eminentemente misionera (segundo fruto).
Por la fuerza y la belleza del Resucitado “en medio nuestro”, la comunidad es
atractiva en todos sus gestos y actos, y cada uno de sus miembros goza de la
capacidad de engendrar hombres y mujeres a la nueva vida del Resucitado. Y un
tercer fruto es que vivamos con la convicción y certeza de que en el Evangelio
encontramos la solución a todos los problemas.
Vivamos en el santo
temor de Dios, no fuera que nos sea tomado el Reino y dado a otros.
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