Pedro ha intentado
incluso quitarle de la cabeza esas ideas absurdas. Los hermanos Santiago y Juan
le andan pidiendo los primeros puestos en el reino del Mesías. Ante ellos
precisamente se transfigurará Jesús. Lo necesitan más que nadie.
La escena, recreada
con diversos recursos simbólicos, es grandiosa. Jesús se les presenta
«transfigurado». Al mismo tiempo, Elías y Moisés, que según la tradición han
sido arrebatados a la muerte y viven junto a Dios, aparecen conversando con él.
Todo invita a intuir la condición divina de Jesús, crucificado por sus
adversarios, pero resucitado por Dios.
Pedro reacciona con
espontaneidad: «Señor, ¡qué bien se está aquí! Si quieres, haré tres tiendas:
una para ti, otra para Moisés y otra para Elías». No ha entendido nada. Por una
parte, pone a Jesús en el mismo plano y al mismo nivel que a Elías y Moisés: a
cada uno su tienda. Por otra parte, se sigue resistiendo a la dureza del camino
de Jesús; lo quiere retener en la gloria del Tabor, lejos de la pasión y la
cruz del Calvario.
Dios mismo le va a
corregir de manera solemne: «Este es mi Hijo amado». No hay que confundirlo con
nadie. «Escuchadle a Él», incluso cuando os habla de un camino de cruz, que
termina en resurrección.
Solo Jesús irradia
luz. Todos los demás, profetas y maestros, teólogos y jerarcas, doctores y
predicadores, tenemos el rostro apagado. No hemos de confundir a nadie con
Jesús. Solo Él es el Hijo amado. Su Palabra es la única que hemos de escuchar.
Las demás nos han de llevar a Él.
Y hemos de escucharla
también hoy, cuando nos habla de «cargar la cruz» de estos tiempos. El éxito
nos hace daño a los cristianos. Nos ha llevado incluso a pensar que era posible
una Iglesia fiel a Jesús y a su proyecto del reino sin conflictos, sin rechazo
y sin cruz. Hoy se nos ofrecen más posibilidades de vivir como cristianos
«crucificados». Nos hará bien. Nos ayudará a recuperar nuestra identidad
cristiana. JAP
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