“En aquel
momento, se llenó de gozo Jesús en el Espíritu Santo, y dijo: «Yo te bendigo,
Padre, Señor del cielo y de la tierra,... »” (Lc 10, 21)
Frutos del don de ciencia
Jesús nos manifiesta el don de
ciencia cuando ora en el gozo del Espíritu Santo al ver volver a los setenta y
dos discípulos su misión. Este don contribuye mucho a la oración, pues nos
descubre la relación entre las cosas creadas y Dios.
Por la acción iluminadora del
Espíritu Santo, perfecciona nuestra fe y concurre directamente a la
contemplación, dándonos un conocimiento inmediato de la relación de las
creaturas a Dios. Así nuestra mente descubre en la belleza e inmensidad de la
creación, la presencia de la belleza, bondad y omnipotencia de Dios y se siente
impulsado a traducir
este descubrimiento en alabanza, cantos, oración, acción de gracias, y exclamar: “Bendito seas, Padre, Señor del cielo y de la tierra...”.
este descubrimiento en alabanza, cantos, oración, acción de gracias, y exclamar: “Bendito seas, Padre, Señor del cielo y de la tierra...”.
Este don también nos permite
descubrir a Dios detrás de las obras humanas: “Es la sensación que
experimentamos cuando admiramos una obra de arte o cualquier maravilla que es
fruto del ingenio y de la creatividad del hombre: ante todo esto el Espíritu
nos conduce a alabar al Señor desde lo profundo de nuestro corazón y a
reconocer, en todo lo que tenemos y somos, un don inestimable de Dios y un
signo de su infinito amor por nosotros”. (Papa Francisco, 21 de mayo de 2014).
Lugares donde se manifiesta el
don de ciencia
Los salmos, que por definición
son oraciones inspiradas, son una constante manifestación de la acción de los
dones del Espíritu Santo en los autores, y en especial del don de ciencia.
También vemos esta ciencia espiritual en las parábolas de Jesucristo, al
encontrar un sentido escondido en todas las realidades creadas: el agua, el
pan, el vino, una piedra, los campos de labranza, el cielo, el sol, la vida, la
higuera, la semilla, la tempestad. Allí se nos descubre el sentido último de
las cosas materiales y de la misma vida humana: su relación ontológica con
Dios, su Creador, su Padre y Redentor.
Otro efecto de este don en el
alma, esencial para la oración y para abrirse a la gracia de la contemplación,
es la conciencia de lo efímero de las criaturas. El hombre, iluminado por el
don de ciencia, descubre al mismo tiempo la infinita distancia que separa a las
cosas del Creador, su intrínseca limitación, la insidia que pueden constituir,
cuando, al pecar, hace de ellas mal uso. Es un descubrimiento que le empuja a
volverse con mayor ímpetu y confianza a Aquel que es el único que puede apagar
plenamente la sed de infinito que le acosa. (Cfr. Juan Pablo II, 23 de abril de
1989). El libro de la Sabiduría comentaba a propósito de los ateos: “Tal vez
como viven entre sus obras, se esfuerzan por conocerlas, y se dejan seducir por
lo que ven. ¡Tan bellas se presentan a los ojos!” (Sab 13, 7). El creyente, a su modo, puede quedar tan cogido por
las huellas de Dios, que en su oración ya no pasa más allá de ellas para
quedarse sólo en el Creador. Esto constituye una advertencia para quien desea
progresar en la oración contemplativa.
Cuando el
alma, por ejemplo, se siente llena de paz delante un paisaje majestuoso,
alabando al Creador, esa experiencia tan valiosa corre el peligro de detenerse
en la belleza misma de la criatura. El don de ciencia viene en nuestra ayuda,
para que el orante al final contemple no a las criaturas, sino a su Origen y
Señor. DC
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