Texto del Evangelio (Mt 1,18-24): La generación de Jesucristo fue de esta manera: Su madre, María,
estaba desposada con José y, antes de empezar a estar juntos ellos, se encontró
encinta por obra del Espíritu Santo. Su marido José, como era justo y no quería
ponerla en evidencia, resolvió repudiarla en secreto.
Así lo tenía planeado, cuando el Ángel del Señor se
le apareció en sueños y le dijo: «José, hijo de David, no temas tomar contigo a
María tu mujer porque lo engendrado en Ella es del Espíritu Santo. Dará a luz
un hijo, y tú le pondrás por nombre Jesús, porque Él salvará a su pueblo de sus
pecados». Todo esto sucedió para que se cumpliese el oráculo del Señor por
medio del profeta: «Ved que la virgen concebirá y dará a luz un hijo, y le
pondrán por nombre Emmanuel, que traducido significa: “Dios con nosotros”».
Despertado José del sueño, hizo como el Ángel del Señor le había mandado, y
tomó consigo a su mujer.
«José, hijo de David, no temas tomar
contigo a María tu mujer»
Comentario: Rev. D. Antoni CAROL i
Hostench (Sant Cugat del Vallès, Barcelona, España)
Hoy, la liturgia de la
palabra nos invita a considerar el maravilloso ejemplo de san José. Él fue
extraordinariamente sacrificado y delicado con su prometida María.
No hay duda de que
ambos eran personas excelentes, enamorados entre ellos como ninguna otra
pareja. Pero, a la vez, hay que reconocer que el Altísimo quiso que su amor
esponsalicio pasara por circunstancias muy exigentes.
Ha escrito el Papa San
Juan Pablo II que «el cristianismo es la sorpresa de un Dios que se ha puesto
de parte de su criatura». De hecho, ha sido Él quien ha tomado la “iniciativa”:
para venir a este mundo no ha esperado a que hiciésemos méritos. Con todo, Él
propone su iniciativa, no la impone: casi —diríamos— nos pide “permiso”. A
Santa María se le propuso —¡no se le impuso!— la vocación de Madre de Dios:
«Él, que había tenido el poder de crearlo todo a partir de la nada, se negó a
rehacer lo que había sido profanado si no concurría María» (San Anselmo).
Pero Dios no solamente
nos pide permiso, sino también contribución con sus planes, y contribución
heroica. Y así fue en el caso de María y José. En concreto, el Niño Jesús
necesitó unos padres. Más aún: necesitó el heroísmo de sus padres, que tuvieron
que esforzarse mucho para defender la vida del “pequeño Redentor”.
Lo que es muy bonito
es que María reveló muy pocos detalles de su alumbramiento: un hecho tan
emblemático es relatado con sólo dos versículos (cf. Lc 2,6-7). En cambio, fue
más explícita al hablar de la delicadeza que su esposo José tuvo con Ella. El
hecho fue que «antes de empezar a estar juntos ellos, se encontró encinta por
obra del Espíritu Santo» (Mt 1,19), y por no correr el riesgo de infamarla,
José hubiera preferido desaparecer discretamente y renunciar a su amor
(circunstancia que le desfavorecía socialmente). Así, antes de que hubiese sido
promulgada la ley de la caridad, san José ya la practicó: María (y el trato
justo con ella) fue su ley.
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