lunes, 17 de diciembre de 2018

Dios habla bajito

—Muchas personas piensan que deben ser más generosas con Dios o con los demás, pero no aciertan a dar el paso, quizá esperando a que se manifieste un signo externo claro que les empuje a darlo, o a que salga de ellos una fuerza con la que no cuentan. Tienen una cierta inquietud, pero no saben bien qué deben hacer. ¿Es eso la vocación?
Quizá ninguna de esas sensaciones sea la vocación, pero, a lo mejor, Dios está ahí detrás, queriendo decirles algo. En el primer libro de los Reyes, en el Antiguo Testamento, puede leerse cómo Dios se hace presente ante Elías: “He aquí que Yahveh pasaba. Hubo un huracán tan violento que hendía las montañas y quebrantaba las rocas ante Yahveh; pero no estaba Yahveh en el huracán. Después del huracán, un temblor de tierra; pero no estaba Yahveh en el temblor. Después del temblor, fuego, pero no estaba Yahveh en el fuego. Después del fuego, el susurro de una brisa suave. Al oírlo Elías, cubrió su rostro con el manto, salió y se puso a la entrada de la cueva. Le fue dirigida una voz que le dijo: ¿Qué haces aquí, Elías?”.
La mayoría de las veces, Dios habla bajito, como ese susurro de una brisa suave. Normalmente, no podemos esperar una gran emoción, un terremoto espiritual, como el movimiento final de una gran sinfonía que nos confirme solemnemente el querer de Dios para nuestra vida. Tampoco escucharemos una voz celestial, como San Pablo.

—Pero al menos habrá que sentir un cierto entusiasmo por la vocación.
No viene mal que lo haya, aunque no es lo sustancial de la vocación. Desde luego, no podemos exigir a la vocación que nos proporcione un estado de euforia permanente, con el alma siempre henchida de ilusión y el corazón radiante. Es más, el hecho de sentir una cierta nostalgia y un sufrimiento por las cosas que se dejan es algo totalmente humano y bastante normal.

—¿Se trata, entonces, de apartar lo emocional y dar mayor protagonismo a lo intelectual?
La mayoría de las realidades interiores tienen una manifestación que los hombres captamos por el sentimiento, y, por eso, es preciso que la cabeza y el corazón actúen de forma coordinada. Pero hay que procurar no confundir la entrega con una efusión de sentimientos, ni la llamada de Dios con la admiración entusiasta ante lo bueno, con la emoción pasajera, con el ímpetu ardoroso de un instante o con el nerviosismo de un momento concreto. Dios puede servirse de todo eso, pero eso no es la llamada de Dios.
Además, se puede percibir la vocación con bastante claridad en un momento o una época, y pasar luego por otra etapa en la que apenas sentimos casi nada. Esto sucede con la mayoría de las decisiones importantes de la vida profesional o familiar o social. Siempre hay días malos, o meses malos, o incluso años malos. Sucede en los matrimonios, en la amistad, en el trabajo, en casi todo. Los matrimonios felices no son los que no pasan crisis ni tienen momentos malos, porque momentos malos tiene todo el mundo, sino que los matrimonios felices son los que saben superar esas crisis.
San Francisco de Sales escribió que no es necesario que Dios “nos hable sensiblemente o que nos mande un ángel a manifestarnos su voluntad, y menos aún es necesario el dictamen de diez o doce doctores de la Sorbona para conocer si la inspiración es buena o mala, o si debe o no seguirse; lo que importa es cultivar y corresponder a la primera llamada”.

—¿Qué querría decir con lo de la “primera llamada”?
No es fácil saberlo, pero pienso que en las cosas del amor hay siempre una primera llamada, y que las cosas del amor no suelen decidirse tras arduas reflexiones, ni sopesando cuidadosamente los pros y los contras.
Lo que no debemos esperar de la vocación, ni exigir de ella, es una constante e intensa contrapartida afectiva. No podemos pretender estar siempre llenos de entusiasmo, ni aspirar a recibirlo constantemente de los demás. Eso sería un planteamiento demasiado sentimental de la vocación, como una película romántica, con un estremecimiento inicial, una luz cegadora, una emoción incontenible y un final al viejo estilo del “vivieron felices y comieron perdices”.
La historia de la vida de los santos muestra que Dios acostumbra a dar a conocer su voluntad de modo sencillo, a través de cosas ordinarias, dentro de la familia, a través de un amigo, de un libro, de una enfermedad, de cosas normales. Si Dios diera a conocer su voluntad mediante estallidos de luz, apariciones, clamores de ángeles o cosas por el estilo, nuestra libertad quedaría muy disminuida bajo la fuerza de la luz divina. Dios prefiere el claroscuro de la fe, a la que se llega por la oración. Se esconde un poco cuando nos llama, quizá porque quiere dejar un poco de margen a nuestra libertad. De otro modo, no sería una historia de amor.
A veces, a la “primera llamada” sigue una etapa en la que nos encontramos más fríos. Puede ser señal de que no era realmente una llamada para nosotros, o bien consecuencia de que nos estamos enfriando precisamente para no escucharla, o incluso de que procuramos no escucharla y, por eso, nos enfriamos. En cualquier caso, hay que tener presente lo que dice la Sagrada Escritura: “Si escucháis hoy la voz de Dios, no endurezcáis vuestro corazón”.

—Dios tiene unos planes para cada uno de nosotros, para todos, pero, luego, uno mismo también tiene que querer.
Exacto. Para entregarse a Dios es fundamental que queramos aceptar y amar la voluntad de Dios, con más o menos entusiasmo. Es más, solo aquel que quiere hacer la voluntad de Dios conoce si lo que percibe es de Dios o no. Así lo dice San Juan: “Quien quisiere hacer la voluntad de Dios, conocerá si mi doctrina es de Dios” (Jn. 7, 17). El conocimiento tiene mucho que ver con la buena disposición. En realidad, tiene como premisa la buena disposición.
El amor se siente, pero el amor no es solo sentimiento. El amor también se demuestra, se prueba, se madura. La voluntad tiene un papel importante. Así lo contaba San Josemaría Escrivá: “Te decidiste, más por reflexión que por fuego y entusiasmo. Aunque deseabas tenerlo, no hubo lugar para el sentimiento: te entregaste, al convencerte de que Dios lo quería. Y, desde aquel instante, no has vuelto a “sentir” ninguna duda seria; sí, en cambio, una alegría tranquila, serena, que en ocasiones se desborda. Así paga Dios las audacias del Amor”.
Nuestra vida no está predeterminada, no está previamente escrita. Esto es algo que debiéramos repetirnos todos los días. Nuestras decisiones desencadenan unos hechos que conducen a otros nuevos. La vida está abierta a nuestras decisiones libres. Dios tiene unos planes para cada uno de nosotros, pero, al crearnos, ha querido correr el riesgo y la aventura de nuestra libertad. Ha querido que la historia de cada uno de nosotros sea una historia verdadera, que depende mucho en cada momento de nuestras decisiones personales. Nuestra historia -como ha escrito José Miguel Cejas- no es como una película con final determinado, ya grabada de antemano. Y lo mismo sucedió a los santos.
El apóstol Pedro podría haber desesperado por su traición al Señor, como le sucedió a Judas. Y quizá entonces, los demás Apóstoles hubiesen contemplado, en vez de su arrepentimiento, el balanceo de su cuerpo, colgado de un árbol en Palestina.
Juan Crisóstomo veía clara la llamada de Dios, pero su madre le puso tantas dificultades y derramó tantas lágrimas, que él se desanimó. Podrían haber quedado las cosas así, y habría sido quizá el mejor orador del foro, pero su viejo amigo Basilio le animó a seguir la llamada de Dios, pese al inicial disgusto de su madre.
Agustín de Hipona podría haber acabado sus días siendo lo que fue durante largo tiempo, un hombre enredado en sus frivolidades y sus amoríos. Sus amigos hubiesen movido la cabeza sobre su tumba pensando quizá: “genio y figura...”. Al escuchar de una casa vecina aquel “Toma y lee”, podía haber dicho: “Bah, casualidades sin importancia”, y haber seguido su paseo tranquilamente.
Tomás Moro podría haber muerto confortablemente como Lord Canciller de Inglaterra, cediendo ante las inmorales razones de Enrique VIII, alegando “poderosas razones de Estado” y traicionando sus principios. Podría haberse ablandado ante los llantos y los razonamientos de su mujer, cuando marchaba hacia la Torre de Londres, camino del cadalso. Podía haber aceptado una “solución de compromiso”, diciéndose: “realmente, no están los tiempos para estos heroísmos...”.
Y Juan Ciudad podría haber acabado su existencia de cualquier modo. Era un hombre inquieto y alocado, que recorría el mundo en busca de aventuras. Se había salvado una vez de la horca de puro milagro, y lo acabaron expulsando del ejército. Y si llegó hasta Viena en la campaña contra los turcos y hasta Ceuta en sus interminables correrías, la muerte podría haberle esperado en cualquier parte de Europa. Pero murió siendo San Juan de Dios. Cuando escuchó en Granada la predicación de San Juan de Ávila, en vez de arrepentirse de su mala vida pasada, podría haber dicho: “Tengo cuarenta y dos años. Es demasiado tarde para cambiar”. O quizá podía haberlo diluido todo en un “pero qué bien habla este cura”, y ya está.
Santa Joaquina Vedruna tenía treinta y tres años y ocho hijos cuando falleció su marido en Barcelona en 1816. Podía haber pensado que Dios le había dado ya bastantes ocupaciones con lo que tenía. Se entregó a la educación de sus hijos, pero también a la vida de oración y a la obras de caridad, y acabó descubriendo que Dios quería que fundara una nueva congregación religiosa, las Carmelitas de la Caridad. Pasó por mil penalidades, pero su fundación se extendió de forma prodigiosa y hoy sus religiosas se cuentan por millares y atienden más de doscientos colegios y hospitales en todo el mundo.
Santa Luisa de Marillac también había quedado viuda muy joven, con treinta y cuatro años, en 1625. Conoció por entonces a San Vicente de Paúl, que había fundado unos grupos de personas que se dedicaban a ayudar a los pobres, atender a los enfermos e instruir a los no escolarizados. Esos grupos de caridad existían en numerosos lugares, pero muchos de ellos languidecían y se necesitaba a alguien que los coordinara y animara. Ella podía haberse desentendido, pero se entregó a esa tarea con el convencimiento de que Dios se lo pedía. Fue una aportación providencial, pues durante años recorrió toda Francia con una energía prodigiosa y una actividad desbordante. Más adelante fundó la Congregación de Hijas de la Caridad, y cuando falleció, en 1660, era ya la más grande de las comunidades religiosas femeninas de todo el mundo. Hoy cuenta con unas veintitrés mil religiosas en más de dos mil quinientas casas repartidas por los lugares de más necesidad de los cinco continentes.
Santa Vicenta María López y Vicuña, después de unos ejercicios espirituales que hizo en Madrid en 1866, cuando tenía diecinueve años, vio que Dios le pedía que fundara una nueva institución, las Hijas de María Inmaculada. Podía haberse desanimado ante las diversas resistencias familiares y de todo tipo que se presentaron, pero supo ser fiel a lo que Dios le pedía y en 1876 tomaron el hábito las tres primeras religiosas, que se dedicarían con ella a dar educación cristiana a las chicas más pobres y abandonadas de la ciudad. La Congregación se extendió enseguida de modo sorprendente por toda España, a pesar de las muchas dificultades. Y aunque falleció bastante joven, con solo cuarenta y tres años, su obra prosiguió después con gran fuerza, de manera que hoy cuenta con ciento treinta colegios y residencias repartidas por todo el mundo.
Los santos no fueron santos inexorablemente. La santidad es una respuesta libre a la gracia, que nunca ahoga la libertad. Ni tú historia, ni la mía, ni la de ellos, está ni estaba escrita de antemano. Nadie está predeterminado para ser un santo, un mediocre o un criminal. Nerón acabó siendo un auténtico degenerado, pero pudo haber sido aquel magnífico emperador que prometía ser en su primera juventud bajo la tutela de Séneca. Los santos supieron encontrar en los acontecimientos cotidianos de la vida el querer de Dios. Supieron ver latir la voluntad de Dios en los consejos de un amigo, en las palabras de un niño o en la predicación de un sacerdote. Lo encontraron porque fueron humildes, como San Pedro. Y coherentes, como Santo Tomás Moro. Porque buscaban la verdad, como San Agustín. Porque nunca pensaron que era demasiado tarde, como San Juan de Dios. Porque emprendieron las fundaciones que Dios les inspiraba, pese a los numerosos motivos que tenían para no hacerlo. AA

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