—Muchas personas piensan que deben ser más
generosas con Dios o con los demás, pero no aciertan a dar el paso, quizá
esperando a que se manifieste un signo externo claro que les empuje a darlo, o
a que salga de ellos una fuerza con la que no cuentan. Tienen una cierta
inquietud, pero no saben bien qué deben hacer. ¿Es eso la vocación?
Quizá ninguna
de esas sensaciones sea la vocación, pero, a lo mejor, Dios está ahí detrás,
queriendo decirles algo. En el primer libro de los Reyes, en el Antiguo
Testamento, puede leerse cómo Dios se hace presente ante Elías: “He aquí que
Yahveh pasaba. Hubo un huracán tan violento que hendía las montañas y
quebrantaba las rocas ante Yahveh; pero no estaba Yahveh en el huracán. Después
del huracán, un temblor de tierra; pero no estaba Yahveh en el temblor. Después
del temblor, fuego, pero no estaba Yahveh en el fuego. Después del fuego, el
susurro de una brisa suave. Al oírlo Elías, cubrió su rostro con el manto,
salió y se puso a la entrada de la cueva. Le fue dirigida una voz que le dijo:
¿Qué haces aquí, Elías?”.
La mayoría de
las veces, Dios habla bajito, como ese susurro de una brisa suave. Normalmente,
no podemos esperar una gran emoción, un terremoto espiritual, como el
movimiento final de una gran sinfonía que nos confirme solemnemente el querer
de Dios para nuestra vida. Tampoco escucharemos una voz celestial, como San
Pablo.
—Pero al menos habrá que sentir un cierto
entusiasmo por la vocación.
No viene mal
que lo haya, aunque no es lo sustancial de la vocación. Desde luego, no podemos
exigir a la vocación que nos proporcione un estado de euforia permanente, con
el alma siempre henchida de ilusión y el corazón radiante. Es más, el hecho de
sentir una cierta nostalgia y un sufrimiento por las cosas que se dejan es algo
totalmente humano y bastante normal.
—¿Se trata, entonces, de apartar lo emocional y
dar mayor protagonismo a lo intelectual?
La mayoría de
las realidades interiores tienen una manifestación que los hombres captamos por
el sentimiento, y, por eso, es preciso que la cabeza y el corazón actúen de
forma coordinada. Pero hay que procurar no confundir la entrega con una efusión
de sentimientos, ni la llamada de Dios con la admiración entusiasta ante lo
bueno, con la emoción pasajera, con el ímpetu ardoroso de un instante o con el
nerviosismo de un momento concreto. Dios puede servirse de todo eso, pero eso
no es la llamada de Dios.
Además, se
puede percibir la vocación con bastante claridad en un momento o una época, y
pasar luego por otra etapa en la que apenas sentimos casi nada. Esto sucede con
la mayoría de las decisiones importantes de la vida profesional o familiar o
social. Siempre hay días malos, o meses malos, o incluso años malos. Sucede en
los matrimonios, en la amistad, en el trabajo, en casi todo. Los matrimonios
felices no son los que no pasan crisis ni tienen momentos malos, porque
momentos malos tiene todo el mundo, sino que los matrimonios felices son los
que saben superar esas crisis.
San Francisco
de Sales escribió que no es necesario que Dios “nos hable sensiblemente o que
nos mande un ángel a manifestarnos su voluntad, y menos aún es necesario el
dictamen de diez o doce doctores de la Sorbona para conocer si la inspiración
es buena o mala, o si debe o no seguirse; lo que importa es cultivar y corresponder
a la primera llamada”.
—¿Qué querría decir con lo de la “primera llamada”?
No es fácil
saberlo, pero pienso que en las cosas del amor hay siempre una primera llamada,
y que las cosas del amor no suelen decidirse tras arduas reflexiones, ni
sopesando cuidadosamente los pros y los contras.
Lo que no
debemos esperar de la vocación, ni exigir de ella, es una constante e intensa
contrapartida afectiva. No podemos pretender estar siempre llenos de
entusiasmo, ni aspirar a recibirlo constantemente de los demás. Eso sería un
planteamiento demasiado sentimental de la vocación, como una película
romántica, con un estremecimiento inicial, una luz cegadora, una emoción
incontenible y un final al viejo estilo del “vivieron felices y comieron
perdices”.
La historia de
la vida de los santos muestra que Dios acostumbra a dar a conocer su voluntad
de modo sencillo, a través de cosas ordinarias, dentro de la familia, a través
de un amigo, de un libro, de una enfermedad, de cosas normales. Si Dios diera a
conocer su voluntad mediante estallidos de luz, apariciones, clamores de
ángeles o cosas por el estilo, nuestra libertad quedaría muy disminuida bajo la
fuerza de la luz divina. Dios prefiere el claroscuro de la fe, a la que se
llega por la oración. Se esconde un poco cuando nos llama, quizá porque quiere
dejar un poco de margen a nuestra libertad. De otro modo, no sería una historia
de amor.
A veces, a la
“primera llamada” sigue una etapa en la que nos encontramos más fríos. Puede
ser señal de que no era realmente una llamada para nosotros, o bien
consecuencia de que nos estamos enfriando precisamente para no escucharla, o
incluso de que procuramos no escucharla y, por eso, nos enfriamos. En cualquier
caso, hay que tener presente lo que dice la Sagrada Escritura: “Si escucháis
hoy la voz de Dios, no endurezcáis vuestro corazón”.
—Dios tiene unos planes para cada uno de nosotros,
para todos, pero, luego, uno mismo también tiene que querer.
Exacto. Para
entregarse a Dios es fundamental que queramos aceptar y amar la voluntad de
Dios, con más o menos entusiasmo. Es más, solo aquel que quiere hacer la
voluntad de Dios conoce si lo que percibe es de Dios o no. Así lo dice San
Juan: “Quien quisiere hacer la voluntad de Dios, conocerá si mi doctrina es de
Dios” (Jn. 7, 17). El conocimiento tiene mucho que ver con la buena
disposición. En realidad, tiene como premisa la buena disposición.
El amor se
siente, pero el amor no es solo sentimiento. El amor también se demuestra, se
prueba, se madura. La voluntad tiene un papel importante. Así lo contaba San
Josemaría Escrivá: “Te decidiste, más por reflexión que por fuego y entusiasmo.
Aunque deseabas tenerlo, no hubo lugar para el sentimiento: te entregaste, al
convencerte de que Dios lo quería. Y, desde aquel instante, no has vuelto a
“sentir” ninguna duda seria; sí, en cambio, una alegría tranquila, serena, que
en ocasiones se desborda. Así paga Dios las audacias del Amor”.
Nuestra vida
no está predeterminada, no está previamente escrita. Esto es algo que debiéramos
repetirnos todos los días. Nuestras decisiones desencadenan unos hechos que
conducen a otros nuevos. La vida está abierta a nuestras decisiones libres.
Dios tiene unos planes para cada uno de nosotros, pero, al crearnos, ha querido
correr el riesgo y la aventura de nuestra libertad. Ha querido que la historia
de cada uno de nosotros sea una historia verdadera, que depende mucho en cada
momento de nuestras decisiones personales. Nuestra historia -como ha escrito
José Miguel Cejas- no es como una película con final determinado, ya grabada de
antemano. Y lo mismo sucedió a los santos.
El apóstol
Pedro podría haber desesperado por su traición al Señor, como le sucedió a
Judas. Y quizá entonces, los demás Apóstoles hubiesen contemplado, en vez de su
arrepentimiento, el balanceo de su cuerpo, colgado de un árbol en Palestina.
Juan
Crisóstomo veía clara la llamada de Dios, pero su madre le puso tantas
dificultades y derramó tantas lágrimas, que él se desanimó. Podrían haber
quedado las cosas así, y habría sido quizá el mejor orador del foro, pero su
viejo amigo Basilio le animó a seguir la llamada de Dios, pese al inicial
disgusto de su madre.
Agustín de
Hipona podría haber acabado sus días siendo lo que fue durante largo tiempo, un
hombre enredado en sus frivolidades y sus amoríos. Sus amigos hubiesen movido
la cabeza sobre su tumba pensando quizá: “genio y figura...”. Al escuchar de
una casa vecina aquel “Toma y lee”, podía haber dicho: “Bah, casualidades sin
importancia”, y haber seguido su paseo tranquilamente.
Tomás Moro
podría haber muerto confortablemente como Lord Canciller de Inglaterra,
cediendo ante las inmorales razones de Enrique VIII, alegando “poderosas
razones de Estado” y traicionando sus principios. Podría haberse ablandado ante
los llantos y los razonamientos de su mujer, cuando marchaba hacia la Torre de
Londres, camino del cadalso. Podía haber aceptado una “solución de compromiso”,
diciéndose: “realmente, no están los tiempos para estos heroísmos...”.
Y Juan Ciudad
podría haber acabado su existencia de cualquier modo. Era un hombre inquieto y
alocado, que recorría el mundo en busca de aventuras. Se había salvado una vez
de la horca de puro milagro, y lo acabaron expulsando del ejército. Y si llegó
hasta Viena en la campaña contra los turcos y hasta Ceuta en sus interminables
correrías, la muerte podría haberle esperado en cualquier parte de Europa. Pero
murió siendo San Juan de Dios. Cuando escuchó en Granada la predicación de San
Juan de Ávila, en vez de arrepentirse de su mala vida pasada, podría haber
dicho: “Tengo cuarenta y dos años. Es demasiado tarde para cambiar”. O quizá podía
haberlo diluido todo en un “pero qué bien habla este cura”, y ya está.
Santa Joaquina
Vedruna tenía treinta y tres años y ocho hijos cuando falleció su marido en
Barcelona en 1816. Podía haber pensado que Dios le había dado ya bastantes
ocupaciones con lo que tenía. Se entregó a la educación de sus hijos, pero
también a la vida de oración y a la obras de caridad, y acabó descubriendo que
Dios quería que fundara una nueva congregación religiosa, las Carmelitas de la
Caridad. Pasó por mil penalidades, pero su fundación se extendió de forma
prodigiosa y hoy sus religiosas se cuentan por millares y atienden más de
doscientos colegios y hospitales en todo el mundo.
Santa Luisa de
Marillac también había quedado viuda muy joven, con treinta y cuatro años, en
1625. Conoció por entonces a San Vicente de Paúl, que había fundado unos grupos
de personas que se dedicaban a ayudar a los pobres, atender a los enfermos e
instruir a los no escolarizados. Esos grupos de caridad existían en numerosos
lugares, pero muchos de ellos languidecían y se necesitaba a alguien que los
coordinara y animara. Ella podía haberse desentendido, pero se entregó a esa
tarea con el convencimiento de que Dios se lo pedía. Fue una aportación
providencial, pues durante años recorrió toda Francia con una energía
prodigiosa y una actividad desbordante. Más adelante fundó la Congregación de
Hijas de la Caridad, y cuando falleció, en 1660, era ya la más grande de las
comunidades religiosas femeninas de todo el mundo. Hoy cuenta con unas
veintitrés mil religiosas en más de dos mil quinientas casas repartidas por los
lugares de más necesidad de los cinco continentes.
Santa Vicenta
María López y Vicuña, después de unos ejercicios espirituales que hizo en
Madrid en 1866, cuando tenía diecinueve años, vio que Dios le pedía que fundara
una nueva institución, las Hijas de María Inmaculada. Podía haberse desanimado
ante las diversas resistencias familiares y de todo tipo que se presentaron,
pero supo ser fiel a lo que Dios le pedía y en 1876 tomaron el hábito las tres
primeras religiosas, que se dedicarían con ella a dar educación cristiana a las
chicas más pobres y abandonadas de la ciudad. La Congregación se extendió
enseguida de modo sorprendente por toda España, a pesar de las muchas
dificultades. Y aunque falleció bastante joven, con solo cuarenta y tres años,
su obra prosiguió después con gran fuerza, de manera que hoy cuenta con ciento
treinta colegios y residencias repartidas por todo el mundo.
Los santos no
fueron santos inexorablemente. La santidad es una respuesta libre a la gracia,
que nunca ahoga la libertad. Ni tú historia, ni la mía, ni la de ellos, está ni
estaba escrita de antemano. Nadie está predeterminado para ser un santo, un
mediocre o un criminal. Nerón acabó siendo un auténtico degenerado, pero pudo
haber sido aquel magnífico emperador que prometía ser en su primera juventud
bajo la tutela de Séneca. Los santos supieron encontrar en los acontecimientos
cotidianos de la vida el querer de Dios. Supieron ver latir la voluntad de Dios
en los consejos de un amigo, en las palabras de un niño o en la predicación de
un sacerdote. Lo encontraron porque fueron humildes, como San Pedro. Y
coherentes, como Santo Tomás Moro. Porque buscaban la verdad, como San Agustín.
Porque nunca pensaron que era demasiado tarde, como San Juan de Dios. Porque
emprendieron las fundaciones que Dios les inspiraba, pese a los numerosos
motivos que tenían para no hacerlo. AA
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