domingo, 30 de junio de 2019

A contraola

John Henry Newman sintió desde muy joven una pasión por Dios y por las cosas del espíritu, que le llevaron a ordenarse sacerdote en 1825, en el seno de la Iglesia anglicana. Desempeñó durante catorce años su labor como vicario de la Iglesia de Santa María, junto a la Universidad de Oxford, punto de encuentro de los mejores intelectuales ingleses de la época.
Al tratar de hacer su propia interpretación de los 39 artículos de la doctrina anglicana, comenzó a descubrir la verdad en la Iglesia católica, ganándose las críticas de la comunidad universitaria de Oxford y de la misma Iglesia de Inglaterra. Tras retirarse en el silencio de la oración y el estudio durante tres años, en 1845 abrazó el catolicismo.
Por aquella época, en que las antiguas certidumbres se tambaleaban, los creyentes se encontraban con la amenaza del racionalismo, por una parte, y del fideísmo, por otra. El racionalismo rechazaba la autoridad y la trascendencia, mientras el fideísmo resolvía los desafíos de la historia y las tareas de este mundo con una dependencia mal entendida de la autoridad y del gobierno. En un mundo así, Newman estableció una síntesis memorable entre fe y razón.
Pero todo ese proceso supuso para él una etapa de mucho sufrimiento. La lucha por la verdad siempre es costosa. Y Newman tuvo que padecer todas las dificultades que suelen acompañar a quienes emprenden con seriedad esa búsqueda. El apasionado amor al anglicanismo de sus primeros años y su casi instintiva repugnancia hacia los planteamientos de la doctrina católica, le supusieron un verdadero despellejamiento cuando, a raíz de la lectura de los antiguos padres de la Iglesia, fue descubriendo que la verdad estaba en la Iglesia Católica y que, al tiempo, no todos sus miembros más destacados la servían con rectitud y brillantez.
        
—Pienso que ese sentimiento es bastante habitual en el proceso de conversión de una persona, e incluso en el de la vocación.
Ciertamente. Es frecuente que, al plantearse la incorporación a la Iglesia, o al considerar la incorporación a un seminario diocesano concreto, o la entrega a Dios en una determinada institución católica, a esa persona le vengan a la mente algunas imágenes que no le resultan gratas. Newman sentía un rechazo natural por todo lo católico, pues había sido educado en ese sentimiento. Tuvo que pasar por todo un proceso de purificación, en el que fue descubriendo lo que había de leyenda y de desconocimiento en esas impresiones suyas. Pero también tuvo que aprender a deslindar lo que era sustancial en la Iglesia de lo que eran los defectos de quienes pertenecían a ella, e incluso de quienes la gobernaban. Comprendió que los defectos de quienes servían a la Iglesia no debían ocultarle el verdadero rostro de ella.
        
—¿No ves inconveniente entonces en entregarse a Dios en un entorno en el que no todo nos resulta grato o convincente?
Me parece que es natural que haya siempre algunas sombras. Lo mismo sucede, por ejemplo, en el matrimonio. Cuando una persona se enamora y piensa en el noviazgo, o en casarse, es natural que haya detalles de la persona amada que no le gusten. Y si no los ve, es porque está cegada por el enamoramiento, pues siempre los hay. Pero enamorarse, y casarse, supone entregarse globalmente a esa persona en su conjunto, con lo que nos gusta más y con lo que nos gusta menos.
Toda persona es inevitablemente limitada y, por eso, incluso en el matrimonio más armonioso, se ha de contar con una cierta medida de desilusión. Es natural, por otra parte, que nos propongamos ayudar a esa persona a superar esos defectos que observamos, pero contamos con que siempre tendrá defectos, como los tenemos nosotros, y sabemos que sería muy egoísta enamorarse solo de las cualidades positivas de una persona y rechazarla en lo demás, o escandalizarse de que no sea perfecta.
        
—¿No ves inconveniente, entonces, en iniciar el camino vocacional en una institución con el propósito de hacer cambiar a esa institución?
Si por cambiar se entiende mejorarla, no solo no veo inconveniente, sino que es nuestra natural obligación. Lo que no se debe querer cambiar es un espíritu o un carisma fundacional, que se puede tomar o no tomar, pero que no sería lícito ni leal querer alterar. Además, para mejorar algo, lo primero que hay que hacer es mejorarse a sí mismo. Y a veces proyectamos nuestros defectos en los demás. Por eso, solo las personas santas hacen mejorar realmente las instituciones.
Newman encontró dentro de la Iglesia Católica mucha santidad y también bastante conservadurismo, algunas tradiciones espurias que encubrían una cierta pereza mental, una excesiva resistencia al cambio. Pero desde el principio supo reconocer que la verdad, aunque a veces tan mal servida por algunos, estaba allí. Entró en la Iglesia Católica entre penumbras, como quien entra en la noche, sabiendo que la luz estaba allí pero viéndola solo en destellos. Newman fue un modelo de fe, un crítico disciplinado, un rebelde paciente, un avanzado prudente, un hombre del mañana que soportaba serenamente el lento ritmo del cambio.
       
—Siempre se ha dicho que los grandes hombres han sido un poco adelantados a su tiempo.
Sí. Lo describe bien Pilar Urbano, al hilo de su biografía de San Josemaría Escrivá, otro hombre adelantado a su tiempo. “Los grandes hombres -género muy distinto del de las meras ‘celebridades’- ofrecen una interesante dificultad al biógrafo y al historiador: por una parte, son contemporáneos de la mentalidad, de los usos y de los sucesos de su propia época; por otra, son hombres anticipativos, animados por una clarividencia del futuro. Van por delante de su tiempo vital, a contracorriente de las modas de pensamiento, a contrapelo de las masas gregarias, a contraola de las inercias de su generación. Avanzan afrontando el viento de cara. Derriban fronteras. Destripan tópicos. Hacen saltar por los aires el cartón-piedra de rancios prejuicios. Roturan caminos sin trillar... Ese ir más deprisa, con las manecillas del reloj adelantadas, y mirando más allá, les hace ser extemporáneos entre los de su propio siglo.
Ante los problemas, ellos proponen soluciones audaces, imaginativas, atípicas. Saben ver en lo invisible. Por eso se atreven con lo imposible. Son, por anticipados, proféticos. Y, por desinstalados, rebeldes. A causa de todo ello, mientras atraviesan su tiempo, suelen ser mal comprendidos. Llevan en soledad el peso del liderazgo. Sus seguidores les van muy a la zaga. La opinión pública, o no los atiende, o no los entiende. Los que viven en la cómoda griseidad de lo vulgar y corriente se sienten perturbados, molestados, por esos trallazos de inquietud... En fin, si llegan a un conocimiento popular, se les negará el reconocimiento de su excelencia. Y si alguna fama les visita en vida, será la mala fama o esa fama de bolsillo que se llama ‘ser noticia’.
‘Los personajes célebres, los famosos de cada temporada, pueden llevar una vida confortable y muelle. Los grandes hombres, no. Un hombre grande jamás se arrellana, jamás se instala, jamás se conforma, jamás se solaza en la autocomplacencia de la tarea realizada. Su actitud permanente es la de levantarse, para recorrer el camino con prisa...’
        
—¿Y te parece que toda esa incomprensión del ambiente es un riesgo para la perseverancia en la vocación?
La entrega a Dios siempre se enfrenta a una cierta incomprensión, porque siempre va un poco a contraola de su entorno. Los santos siempre han sido un poco incómodos para quienes estaban a su alrededor. Cuando el Santo Cura de Ars llegó a aquel pueblo, sus habitantes lo menospreciaban, porque se fijaban en la tosquedad de su porte, en lo burdo de su sotana de mal paño, en su calzado campesino, en sus pobres dotes oratorias. Solo con el paso de los años descubrirían el tesoro que tenían. Y eso fue posible porque él no se arredró. Se consideró siempre responsable de los feligreses que tenía encomendados y fue capaz de perseverar, aunque pasó por todas las dificultades imaginables. “Dadme, Señor -clamaba a Dios-, la conversión de mi parroquia. Consiento en sufrir cuanto queráis durante toda mi vida. Si es preciso, durante cien años dame los dolores más vivos, con tal que se conviertan”. Fue esa perseverancia suya la que hizo brotar tanta fecundidad. Y esa perseverancia no estaba garantizada, ni podía estarlo, cuando decidió hacerse sacerdote. Porque la perseverancia se conquista día a día. AA

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