John Henry
Newman sintió desde muy joven una pasión por Dios y por las cosas del espíritu,
que le llevaron a ordenarse sacerdote en 1825, en el seno de la Iglesia
anglicana. Desempeñó durante catorce años su labor como vicario de la Iglesia
de Santa María, junto a la Universidad de Oxford, punto de encuentro de los
mejores intelectuales ingleses de la época.
Al tratar de
hacer su propia interpretación de los 39 artículos de la doctrina anglicana,
comenzó a descubrir la verdad en la Iglesia católica, ganándose las críticas de
la comunidad universitaria de Oxford y de la misma Iglesia de Inglaterra. Tras
retirarse en el silencio de la oración y el estudio durante tres años, en 1845
abrazó el catolicismo.
Por aquella
época, en que las antiguas certidumbres se tambaleaban, los creyentes se
encontraban con la amenaza del racionalismo, por una parte, y del fideísmo, por
otra. El racionalismo rechazaba la autoridad y la trascendencia, mientras el
fideísmo resolvía los desafíos de la historia y las tareas de este mundo con
una dependencia mal entendida de la autoridad y del gobierno. En un mundo así,
Newman estableció una síntesis memorable entre fe y razón.
Pero todo ese
proceso supuso para él una etapa de mucho sufrimiento. La lucha por la verdad
siempre es costosa. Y Newman tuvo que padecer todas las dificultades que suelen
acompañar a quienes emprenden con seriedad esa búsqueda. El apasionado amor al
anglicanismo de sus primeros años y su casi instintiva repugnancia hacia los
planteamientos de la doctrina católica, le supusieron un verdadero
despellejamiento cuando, a raíz de la lectura de los antiguos padres de la
Iglesia, fue descubriendo que la verdad estaba en la Iglesia Católica y que, al
tiempo, no todos sus miembros más destacados la servían con rectitud y
brillantez.
—Pienso que ese sentimiento es bastante habitual
en el proceso de conversión de una persona, e incluso en el de la vocación.
Ciertamente.
Es frecuente que, al plantearse la incorporación a la Iglesia, o al considerar
la incorporación a un seminario diocesano concreto, o la entrega a Dios en una
determinada institución católica, a esa persona le vengan a la mente algunas
imágenes que no le resultan gratas. Newman sentía un rechazo natural por todo
lo católico, pues había sido educado en ese sentimiento. Tuvo que pasar por
todo un proceso de purificación, en el que fue descubriendo lo que había de
leyenda y de desconocimiento en esas impresiones suyas. Pero también tuvo que
aprender a deslindar lo que era sustancial en la Iglesia de lo que eran los
defectos de quienes pertenecían a ella, e incluso de quienes la gobernaban.
Comprendió que los defectos de quienes servían a la Iglesia no debían ocultarle
el verdadero rostro de ella.
—¿No ves inconveniente entonces en entregarse a
Dios en un entorno en el que no todo nos resulta grato o convincente?
Me parece que
es natural que haya siempre algunas sombras. Lo mismo sucede, por ejemplo, en
el matrimonio. Cuando una persona se enamora y piensa en el noviazgo, o en
casarse, es natural que haya detalles de la persona amada que no le gusten. Y
si no los ve, es porque está cegada por el enamoramiento, pues siempre los hay.
Pero enamorarse, y casarse, supone entregarse globalmente a esa persona en su
conjunto, con lo que nos gusta más y con lo que nos gusta menos.
Toda persona
es inevitablemente limitada y, por eso, incluso en el matrimonio más armonioso,
se ha de contar con una cierta medida de desilusión. Es natural, por otra
parte, que nos propongamos ayudar a esa persona a superar esos defectos que
observamos, pero contamos con que siempre tendrá defectos, como los tenemos
nosotros, y sabemos que sería muy egoísta enamorarse solo de las cualidades
positivas de una persona y rechazarla en lo demás, o escandalizarse de que no
sea perfecta.
—¿No ves inconveniente, entonces, en iniciar el
camino vocacional en una institución con el propósito de hacer cambiar a esa
institución?
Si por cambiar
se entiende mejorarla, no solo no veo inconveniente, sino que es nuestra
natural obligación. Lo que no se debe querer cambiar es un espíritu o un
carisma fundacional, que se puede tomar o no tomar, pero que no sería lícito ni
leal querer alterar. Además, para mejorar algo, lo primero que hay que hacer es
mejorarse a sí mismo. Y a veces proyectamos nuestros defectos en los demás. Por
eso, solo las personas santas hacen mejorar realmente las instituciones.
Newman
encontró dentro de la Iglesia Católica mucha santidad y también bastante
conservadurismo, algunas tradiciones espurias que encubrían una cierta pereza
mental, una excesiva resistencia al cambio. Pero desde el principio supo
reconocer que la verdad, aunque a veces tan mal servida por algunos, estaba
allí. Entró en la Iglesia Católica entre penumbras, como quien entra en la
noche, sabiendo que la luz estaba allí pero viéndola solo en destellos. Newman
fue un modelo de fe, un crítico disciplinado, un rebelde paciente, un avanzado
prudente, un hombre del mañana que soportaba serenamente el lento ritmo del
cambio.
—Siempre se ha dicho que los grandes hombres han
sido un poco adelantados a su tiempo.
Sí. Lo
describe bien Pilar Urbano, al hilo de su biografía de San Josemaría Escrivá,
otro hombre adelantado a su tiempo. “Los grandes hombres -género muy distinto
del de las meras ‘celebridades’- ofrecen una interesante dificultad al biógrafo
y al historiador: por una parte, son contemporáneos de la mentalidad, de los
usos y de los sucesos de su propia época; por otra, son hombres anticipativos,
animados por una clarividencia del futuro. Van por delante de su tiempo vital,
a contracorriente de las modas de pensamiento, a contrapelo de las masas
gregarias, a contraola de las inercias de su generación. Avanzan afrontando el
viento de cara. Derriban fronteras. Destripan tópicos. Hacen saltar por los
aires el cartón-piedra de rancios prejuicios. Roturan caminos sin trillar...
Ese ir más deprisa, con las manecillas del reloj adelantadas, y mirando más
allá, les hace ser extemporáneos entre los de su propio siglo.
Ante los
problemas, ellos proponen soluciones audaces, imaginativas, atípicas. Saben ver
en lo invisible. Por eso se atreven con lo imposible. Son, por anticipados,
proféticos. Y, por desinstalados, rebeldes. A causa de todo ello, mientras
atraviesan su tiempo, suelen ser mal comprendidos. Llevan en soledad el peso
del liderazgo. Sus seguidores les van muy a la zaga. La opinión pública, o no
los atiende, o no los entiende. Los que viven en la cómoda griseidad de lo vulgar
y corriente se sienten perturbados, molestados, por esos trallazos de
inquietud... En fin, si llegan a un conocimiento popular, se les negará el
reconocimiento de su excelencia. Y si alguna fama les visita en vida, será la
mala fama o esa fama de bolsillo que se llama ‘ser noticia’.
‘Los
personajes célebres, los famosos de cada temporada, pueden llevar una vida
confortable y muelle. Los grandes hombres, no. Un hombre grande jamás se
arrellana, jamás se instala, jamás se conforma, jamás se solaza en la
autocomplacencia de la tarea realizada. Su actitud permanente es la de
levantarse, para recorrer el camino con prisa...’
—¿Y te parece que toda esa incomprensión del
ambiente es un riesgo para la perseverancia en la vocación?
La entrega a
Dios siempre se enfrenta a una cierta incomprensión, porque siempre va un poco
a contraola de su entorno. Los santos siempre han sido un poco incómodos para
quienes estaban a su alrededor. Cuando el Santo Cura de Ars llegó a aquel
pueblo, sus habitantes lo menospreciaban, porque se fijaban en la tosquedad de
su porte, en lo burdo de su sotana de mal paño, en su calzado campesino, en sus
pobres dotes oratorias. Solo con el paso de los años descubrirían el tesoro que
tenían. Y eso fue posible porque él no se arredró. Se consideró siempre responsable
de los feligreses que tenía encomendados y fue capaz de perseverar, aunque pasó
por todas las dificultades imaginables. “Dadme, Señor -clamaba a Dios-, la
conversión de mi parroquia. Consiento en sufrir cuanto queráis durante toda mi
vida. Si es preciso, durante cien años dame los dolores más vivos, con tal que
se conviertan”. Fue esa perseverancia suya la que hizo brotar tanta fecundidad.
Y esa perseverancia no estaba garantizada, ni podía estarlo, cuando decidió
hacerse sacerdote. Porque la perseverancia se conquista día a día. AA
No hay comentarios.:
Publicar un comentario