Texto del
Evangelio (Mt 7,15-20): En aquel
tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: «Guardaos de los falsos profetas, que
vienen a vosotros con disfraces de ovejas, pero por dentro son lobos rapaces.
Por sus frutos los conoceréis. ¿Acaso se recogen uvas de los espinos o higos de
los abrojos? Así, todo árbol bueno da frutos buenos, pero el árbol malo da
frutos malos. Un árbol bueno no puede producir frutos malos, ni un árbol malo
producir frutos buenos. Todo árbol que no da buen fruto, es cortado y arrojado
al fuego. Así que por sus frutos los reconoceréis».
«Por sus frutos los reconoceréis»
Comentario:
+ Rev. D. Antoni ORIOL i Tataret (Vic, Barcelona, España)
Hoy, se nos presenta ante nuestra mirada un nuevo
contraste evangélico, entre los árboles buenos y malos. Las afirmaciones de
Jesús al respecto son tan simples que parecen casi simplistas. ¡Y justo es
decir que no lo son en absoluto! No lo son, como no lo es la vida real de cada
día.
Ésta nos enseña que hay buenos que degeneran y
acaban dando frutos malos y que, al revés, hay malos que cambian y acaban dando
frutos buenos. ¿Qué significa, pues, en definitiva, que «todo árbol bueno da
frutos buenos (Mt 7,17)»? Significa
que el que es bueno lo es en la medida en que no desfallece obrando el bien.
Obra el bien y no se cansa. Obra el bien y no cede ante la tentación de obrar
el mal. Obra el bien y persevera hasta el heroísmo. Obra el bien y, si acaso
llega a ceder ante el cansancio de actuar así, de caer en la tentación de obrar
el mal, o de asustarse ante la exigencia innegociable, lo reconoce
sinceramente, lo confiesa de veras, se arrepiente de corazón y... vuelve a
empezar.
¡Ah! Y lo hace, entre otras razones, porque sabe
que si no da buen fruto será cortado y echado al fuego (el santo temor de Dios guarda la viña de las buenas vides), y porque,
conociendo la bondad de los demás a través de sus buenas obras, sabe, no sólo
por experiencia individual, sino también por experiencia social, que él sólo es
bueno y puede ser reconocido como tal a través de los hechos y no de las solas
palabras.
No basta decir: «¡Señor, Señor!». Como nos
recuerda Santiago, la fe se acredita a través de las obras: «Muéstrame tu fe
sin las obras, que yo por las obras te haré ver mi fe» (Sant 2,18).
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