Al contemplar hoy día, en muchos ambientes, a esos jóvenes que son la
belleza, la fuerza, el ideal, la esperanza, la conciencia de la sociedad y su
futuro, pero que se encuentran atraídos por mil futilidades, por metas
efímeras, por naderías, por cosas exteriores y sin importancia, he
experimentado no poca tristeza y desilusión y he pensado mucho en aquellos que
siguen una línea de lucha, de trabajo, de generosidad y de fidelidad, llamados
a ser la sal y la luz de esta juventud.
Cuántas mentes juveniles vegetan en la penumbra, en el crepúsculo, en la
incertidumbre penosa. Se creen libres porque no están sujetos a nada; se creen
inteligentes porque someten todo a discusión; se sienten aristócratas porque
tienen la enfermedad de la duda que los desvincula de toda solidaridad en el
diálogo con los demás y con sus propias certezas. Y todo, porque no conocen ni
tienen a Cristo.
Por ello, a esta juventud le acecha el peligro de llegar a ser
superficial, opaca, privada de horizontes luminosos, escéptica y hasta cínica.
Cuántos rostros tristes, macilentos, cansados, somnolientos en ella, y
precisamente en ella que es el símbolo de la vida y la alegría.
Quisiera invitaros a poner lo mejor de vosotros mismos en este esfuerzo
de reconquistar la juventud para Cristo. Y a esta misión os invito a todos, a
aquellos que aún lleváis vuestra vida cristiana a rastras, porque no os decidís
a dejar vuestro egoísmo, a abandonar vuestra comodidad, a abrir los ojos a las
necesidades del mundo; también a aquellos de vosotros que ya os habéis dejado
conquistar por Cristo y vivís obsesionados por la misión, dispuestos a no
pactar con la mediocridad.
A unos y a otros, uniéndonos así al grito de Juan Pablo II, quisiera
invitaros a dejarse capturar por Cristo, a que dejéis que Cristo entre en
vuestras vidas de una manera decisiva y total, en vuestros corazones jóvenes,
en cada uno de vosotros, pues se requieren todas las fuerzas para poder hacer algo
por el Reino de Dios. CN
No hay comentarios.:
Publicar un comentario