Juan Pablo II dijo a los
jóvenes en París el 1 de julio de 1980: “Toda la historia de la humanidad es la
historia de la necesidad de amar y de ser amado. El corazón humano es un
buscador apasionado. Siempre está en busca de amar y de ser amado. Si conoces
lo que busca, lo que sueña, a qué se adhiere, entonces conocerás lo que
esconde. Su búsqueda lo revela” Dónde está tu tesoro, allí estará tu corazón (Lc 12, 34).
El corazón nos habla de
todo lo que es propio de un hombre. A través del corazón podemos penetrar todo
nuestro ser (Sal 102,1), lo más
profundo y genuino de cada persona. Si conocemos y tocamos el
corazón de una persona, llegamos a su centro, a lo más íntimo. A “todo lo que se expresa
como persona única e irrepetible en su yo íntimo y, al mismo tiempo, en su
trascendencia” (Juan Pablo II, Vancouver,
1984).
Vamos al corazón de Jesús
de Nazaret. Si tomamos los evangelios y si hacemos memoria de cómo es Él con
nosotros, encontramos un corazón manso, que escucha, que acompaña, que se
conmueve, que conecta con los sentimientos más profundos del que tiene delante
y se compadece, un corazón que sufre; un corazón profundo, que es todo entrega.
En el caso de
Jesús, Dios hecho hombre, su corazón humano esconde el misterio de la Trinidad
y nos revela el amor de Dios, la intimidad y la trascendencia del amor divino.
Por eso, la devoción al Sagrado Corazón de Jesús nos propone contemplar el amor
divino en el corazón humano de Jesús.
“¡Si los
hombres de hoy, y especialmente los cristianos, llegasen a descubrir de nuevo
las maravillas que se pueden conocer y gozar en la celda interior, y más aún en
el Corazón de Cristo! ¡Entonces, sí, el hombre volvería a encontrarse a sí
mismo, las razones de su dignidad, el fundamento de cada uno de sus valores, la
altura de su vocación eterna!” (Juan
Pablo II, 29/IV/1980).
Nuestra oración ha de
estar centrada en el corazón de Cristo. ¿Lo está? En la meditación diaria
tomamos los evangelios, nuestra propia experiencia junto a Él y la de tantos
otros, y buscamos conocer quién es Jesús, cómo es, cómo siente, qué le hace
sufrir y cómo sufre, qué le gusta, cuáles son sus ilusiones, cómo trata a sus
amigos y a sus enemigos, en qué sueña, qué le preocupa, cuándo se aflige, qué
le conmueve, qué busca, a quién busca, con quién se detiene, cómo reacciona,
cuándo se alegra, cuándo llora, cómo llora, a quién ama, cómo ama... ¿Es así
nuestra oración?
En la meditación nos
detenemos a mirar y contemplar la mirada de Jesús. Mirándole descubrimos que él
nos estaba mirando primero y que “el Señor mira el corazón” (1 S 16,7) Su mirada es pura, infunde
paz y seguridad. Y ese intercambio de miradas entre tú y Jesús en la oración, te introduce en el
conocimiento interno de Jesús, bajo la acción del Espíritu Santo, y despierta en
ti una fascinación y un deseo de ser su amigo, de amarle y seguirle. Así, la
contemplación del corazón humano de Jesús en la oración es la puerta
para entrar en la intimidad de la comunión trinitaria. De nuevo
nos encontramos con el costado traspasado: Acerca aquí tu dedo y mira
mis manos; trae tu mano y métela en mi costado
(Jn 20, 27) Es una invitación a
escrutar la intimidad del amor de Dios que se encarnó, murió y resucitó. Y ya
verás, si en la oración
introduces la mano, la mente y el corazón en el amor del corazón de Cristo,
encontrarás que su bondad es poderosa; a esa omnipotencia en el manar de su
bondad la llamamos: Misericordia. Sagrado Corazón de Jesús, en ti confío. ES
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