Texto del
Evangelio (Mt 8,28-34): En aquel
tiempo, al llegar Jesús a la otra orilla, a la región de los gadarenos,
vinieron a su encuentro dos endemoniados que salían de los sepulcros, y tan
furiosos que nadie era capaz de pasar por aquel camino. Y se pusieron a gritar:
«¿Qué tenemos nosotros contigo, Hijo de Dios? ¿Has venido aquí para
atormentarnos antes de tiempo?». Había allí a cierta distancia una gran piara
de puercos paciendo. Y le suplicaban los demonios: «Si nos echas, mándanos a
esa piara de puercos». Él les dijo: «Id». Saliendo ellos, se fueron a los
puercos, y de pronto toda la piara se arrojó al mar precipicio abajo, y
perecieron en las aguas. Los porqueros huyeron, y al llegar a la ciudad lo
contaron todo y también lo de los endemoniados. Y he aquí que toda la ciudad
salió al encuentro de Jesús y, en viéndole, le rogaron que se retirase de su
término.
«Le rogaron que se retirase de su
término»
Comentario:
Rev. D. Antoni CAROL i Hostench (Sant Cugat del Vallès, Barcelona, España)
Hoy contemplamos un triste contraste. ‘Contraste’
porque admiramos el poder y majestad divinos de Jesucristo, a quien
voluntariamente se le someten los demonios (señal cierta de la llegada del
Reino de los cielos). Pero, a la vez, deploramos la estrechez y mezquindad de
las que es capaz el corazón humano al rechazar al portador de la Buena Nueva:
«Toda la ciudad salió al encuentro de Jesús y, en viéndole, le rogaron que se
retirase de su término» (Mt 8,34). Y
‘triste’ porque «la luz verdadera (...) vino a los suyos, pero los suyos no le
recibieron» (Jn 1,9.11).
Más contraste y más sorpresa si ponemos atención
en el hecho de que el hombre es libre y esta libertad tiene el ‘poder de
detener’ el poder infinito de Dios. Digámoslo de otra manera: la infinita
potestad divina llega hasta donde se lo permite nuestra ‘poderosa’ libertad. Y
esto es así porque Dios nos ama principalmente con un amor de Padre y, por
tanto, no nos ha de extrañar que Él sea muy respetuoso de nuestra libertad: Él
no impone su amor, sino que nos lo propone.
Dios, con sabiduría y bondad infinitas, gobierna
providencialmente el universo, respetando nuestra libertad; también cuando esta
libertad humana le gira las espaldas y no quiere aceptar su voluntad. Al
contrario de lo que pudiera parecer, no se le escapa el mundo de las manos:
Dios lo lleva todo a buen término, a pesar de los impedimentos que le podamos
poner. De hecho, nuestros impedimentos son, antes que nada, impedimentos para
nosotros mismos.
Con todo, uno puede afirmar que «frente a la
libertad humana Dios ha querido hacerse ‘impotente’. Y puede decirse asimismo
que Dios está pagando por este gran don [la libertad] que ha concedido a un ser
creado por Él a su imagen y semejanza [el hombre]» (San Juan Pablo II). ¡Dios paga!: si le echamos, Él obedece y se
marcha. Él paga, pero nosotros perdemos. Salimos ganando, en cambio, cuando
respondemos como Santa María: «He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según
tu palabra» (Lc 1,38).
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