Una computadora hará miles de operaciones con
rapidez y perfección. El programador lo sabe. Pero la computadora no se da
cuenta. ¿Por
qué? Porque darse cuenta de que uno actúa bien es posible cuando se alcanza un
concepto sumamente rico: el de finalidad.
El fin es aquello por lo cual hacemos algo. Una misma operación puede tener varios fines
según los deseos y los pensamientos de quien la realiza. Así, comer tiene un fin
espontáneo en el recuperar fuerzas, pero también puede servir para descansar,
para disfrutar, para convivir con otros.
La computadora recibe instrucciones, ‘aprende’
incluso caminos nuevos para realizarlas. Pero no sabe cuáles son las
finalidades del programador ni del programa. El mismo programa puede
tener la potencialidad de mover un sofisticado aparato para curar a un enfermo
o para montar las piezas de un cohete cargado con varias bombas atómicas.
Los fines están en la
mente y en el corazón de quien programa y de quien usa la computadora. El
aparato electrónico no puede protestar si es usado para un delito, ni alegrarse
si ayuda a caminar a un niño inválido.
Desde luego, gracias a la precisión de la
computadora el ser humano puede alcanzar metas que antes parecían imposibles.
Pero el bien o el mal que esas metas posean no dependen del instrumento
electrónico, sino de nosotros.
Las discusiones sobre la así llamada inteligencia
artificial no pueden dejar de lado esta peculiaridad humana: la de prefijarse
fines, y la de juzgarlos según las ideas del bien y del mal, de la justicia y
de la injusticia, de la verdad y de la mentira.
Por eso, más allá de la ficción de quienes imaginan
que un día las computadoras podrían ser más honestas que nosotros, necesitamos
preguntarnos si los programas que
elaboramos sirven para mejorar la vida humana, y si sabemos usarlos según
criterios de justicia que resultan imprescindibles para convivir éticamente. FP
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