El
voluntarismo es un error en la educación de la voluntad. No es un exceso de
fuerza de voluntad, sino una enfermedad –entre las muchas posibles– de la
voluntad.
Una enfermedad,
además, que a todos nos afecta en alguna faceta o en algún momento de nuestra
vida. Porque, al pensar en el voluntarismo, quizá imaginamos una persona tensa
y agarrotada, y ciertamente las hay, y no pocas, pero eso no quita que el
voluntarismo es algo que, de una manera o de otra, en unas circunstancia u
otras, nos concierne a todos.
El
voluntarismo lleva a querer resolver las cosas confiando demasiado en el
esfuerzo de la voluntad, apretando el paso, crispando los puños, con un fondo
de orgullo más o menos velado, ofuscado por una búsqueda de autosatisfacción de
haber hecho las cosas por uno mismo, sin contar demasiado con los demás.
El
voluntarismo perturba la lucidez, entre otras cosas porque lleva a escuchar
poco, a ser poco receptivo. Lleva a aferrarse en exceso a la propia visión de
las cosas. A pensar que las cosas son como las ve uno mismo, sin darnos cuenta
de hasta qué punto los demás nos aportan siempre otra perspectiva de las cosas
y enriquecen con ello nuestra propia vida.
El
voluntarismo estropea también la espontaneidad, la llaneza, la sencillez. Lleva
a querer resolver los problemas interiores también sólo por uno mismo. Al
voluntarista le cuesta abrir su corazón a otros. Espera ser él quien, con su
tesón y su empeño, salga de esa zanja en la que quizá se ha metido. Lo triste
es que a veces no se da cuenta de que ha cavado ya mucho, y que no puede salir
de esa zanja sólo por sus propias fuerzas, o que, al menos, es ridículo
empeñarse en no pedir ayuda.
El
voluntarista suele ser rígido, por inseguro. Tiende apoyarse demasiado en
normas y criterios que respalden su inseguridad, aplicándolos de modo poco
equilibrado. La autoridad y la obediencia habituales en las relaciones
profesionales, la familia, etc., suele plantearlas de modo intransigente y poco
flexible, poco inteligente.
El
voluntarista lleva bastante mal sus propios fracasos. Tras ellos, suele retomar
su abnegada lucha habitual, pero también a veces se cansa. Es entonces cuando
más se manifiesta la peligrosa fragilidad de la motivación voluntarista. Es
fácil que esa persona se hunda, y caiga quizá en una apatía grande, o se
refugie en un victimismo o una rebeldía inútiles, o incluso salga por otros
registros inesperados y llegue a extremos que sorprenden mucho a quienes no le
conocían de verdad.
El
voluntarista se propone a veces metas poco realistas, en su deseo de sobresalir
y llegar a más de lo que puede abarcar. Es propicio a los sentimientos de
inferioridad, fruto de compararse constantemente con los demás, en un
desorbitado afán de destacar frente a otros mejor dotados, lo que genera una
continua referencia de frustración.
El
voluntarismo, además de un error en la educación de la voluntad, es también un
error en la educación de los sentimientos. Podría decirse que el voluntarista
es, curiosamente, bastante sentimental. Es una persona cuya principal
motivación afectiva es el sentido del deber. Una persona que tiende demasiado a
echar mano de la satisfacción o el alivio que le produce cumplir lo que
entiende como su deber, con un rigorismo no bien integrado en una afectividad
equilibrada.
La abnegación
y el afán por cumplir con el propio deber no son nada malo, evidentemente. Y
las personas voluntaristas suelen ser admirables en su abnegación, en su saber
sobreponerse a sus gustos, y todo eso son elementos fundamentales para llevar
de modo inteligente las riendas de la propia vida. Pero a esas personas les
falta, y la cuestión es esencial, aprender a modular sus gustos, educar sus
gustos, formar sus gustos. El sentido del deber es algo muy necesario. Pero una
buena educación afectiva ha de buscar en lo posible una síntesis entre la
abnegación –pues siempre hay cosas que cuestan– y el gusto: lo que tengo que
hacer, no simplemente lo hago a disgusto, porque debo hacerlo, sino que procuro
hacerlo a gusto, porque entiendo que me mejora y me satisfará más, aunque me
cueste.
Por eso el
gran logro de la educación afectiva es conseguir –en lo posible, insisto– unir
el querer y el deber. Así, además, se alcanza un grado de libertad mucho mayor,
pues la felicidad no está en hacer lo que uno quiere, sino en querer lo que uno
ha de hacer.
Así, la vida
no será un seguir adelante a base de fuerza de voluntad. Nos sentiremos ligados
al deber, pero no obligados, ni forzados, ni coaccionados, porque percibiremos
el deber como un ideal que nos lleva a la plenitud. AA
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