Texto
del Evangelio (Lc 9,43b-45): En aquel
tiempo, estando todos maravillados por todas las cosas que Jesús hacía, dijo a
sus discípulos: «Poned en vuestros oídos estas palabras: el Hijo del hombre va
a ser entregado en manos de los hombres». Pero ellos no entendían lo que les
decía; les estaba velado de modo que no lo comprendían y temían preguntarle
acerca de este asunto.
«El Hijo del hombre va a
ser entregado en manos de los hombres»
Comentario: Rev. D.
Antoni CAROL i Hostench (Sant Cugat del Vallès, Barcelona, España)
Hoy, más de dos mil años después, el
anuncio de la pasión de Jesús continúa provocándonos. Que el Autor de la Vida
anuncie su entrega a manos de aquéllos por quienes ha venido a darlo todo es
una clara provocación. Se podría decir que no era necesario, que fue una
exageración. Olvidamos, una y otra vez, el peso que abruma el corazón de
Cristo, nuestro pecado, el más radical de los males, la causa y el efecto de
ponernos en el lugar de Dios. Más aún, de no dejarnos amar por Dios, y de
empeñarnos en permanecer dentro de nuestras cortas categorías y de la
inmediatez de la vida presente. Se nos hace tan necesario reconocer que somos
pecadores como necesario es admitir que Dios nos ama en su Hijo Jesucristo. Al
fin y al cabo, somos como los discípulos, «ellos no entendían lo que les decía;
les estaba velado de modo que no lo comprendían y temían preguntarle acerca de
este asunto» (Lc 9,45).
Por decirlo con una imagen: podremos
encontrar en el Cielo todos los vicios y pecados, menos la soberbia, puesto que
el soberbio no reconoce nunca su pecado y no se deja perdonar por un Dios que
ama hasta el punto de morir por nosotros. Y en el infierno podremos encontrar
todas las virtudes, menos la humildad, pues el humilde se conoce tal como es y
sabe muy bien que sin la gracia de Dios no puede dejar de ofenderlo, así como
tampoco puede corresponder a su Bondad.
Una de las claves de la sabiduría
cristiana es el reconocimiento de la grandeza y de la inmensidad del Amor de
Dios, al mismo tiempo que admitimos nuestra pequeñez y la vileza de nuestro
pecado. ¡Somos tan tardos en entenderlo! El día que descubramos que tenemos el
Amor de Dios tan al alcance, aquel día diremos como san Agustín, con lágrimas
de Amor: «¡Tarde te amé, Dios mío!». Aquel día puede ser hoy. Puede ser hoy. Puede
ser.
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