viernes, 2 de octubre de 2020

Dios no es un ordenador…

¿Vas a tener envidia porque yo soy bueno?
En los últimos años de su vida, el gran teólogo alemán K. Rahner utilizaba con frecuencia una expresión un tanto rebuscada para designar a Dios. En vez de nombrarlo directamente, prefería hablar del «Misterio que de ordinario llamamos Dios». De esta manera, según él, intentaba hacer notar que «no debemos poner bajo el nombre de Dios cualquier cosa: un anciano de barbas, un moralista tirano que vigila nuestra vida o algo semejante». Decimos con razón que Dios es «misterio insondable», pero hemos de confesar que muchas veces los creyentes, incluidos los sacerdotes, hablamos de Él como si lo hubiéramos visto y conociéramos perfectamente su modo de ver las cosas, de sentir y de actuar. Lo peor es que, al encerrarlo en nuestras visiones estrechas y ajustarlo a nuestros esquemas, terminamos casi siempre por empequeñecerlo. El resultado es, con frecuencia, un Dios tan poco humano como nosotros y, a veces, menos humano. Son bastantes, por ejemplo, los que sólo creen en un Dios cuyo quehacer esencial consiste en anotar los pecados y méritos de los hombres para retribuir exactamente a cada uno según sus obras. ¿Podemos imaginar un ser humano dedicado a esto durante toda su existencia? Dios queda convertido entonces en una especie de «ordenador», de memoria prodigiosa, que va almacenando todos los datos de nuestra vida para hacerlos aparecer en pantalla en el momento de la muerte. Este Dios no tiene corazón. Es tan pequeño y peligroso como nosotros. Lo más seguro es «estar en regla» con Él, cumplir escrupulosamente los deberes religiosos y acumular méritos para asegurarnos la salvación eterna. La parábola de «los obreros de la viña» introduce una verdadera revolución en la manera de concebir a Dios. Según Jesús, la bondad de Dios es insondable y no se ajusta a los cálculos que nosotros podamos hacer. Dios no hará injusticia a nadie. Pero, lo mismo que el señor de la viña hace con su dinero lo que quiere, sin que nadie tenga derecho a protestar envidiosamente, así también Dios puede regalar su vida, incluso a los que no se la han ganado según nuestros cálculos. Hemos de aprender una y otra vez a no confundir a Dios con nuestros esquemas religiosos y nuestros cálculos morales. Hemos de dejar a Dios ser más grande que nosotros. Hemos de dejarle sencillamente ser Dios. Tenemos el riesgo de creer que somos cristianos sin haber asumido todavía ese mensaje que Jesús nos ofrece, de un Dios cuya bondad infinita llega misteriosamente hasta todos los hombres. Probablemente, más de un cristiano se escandalizaría todavía hoy al oír hablar de un Dios a quien no obliga el derecho canónico, que puede regalar su gracia sin pasar por ninguno de los siete sacramentos, y salvar, incluso fuera de la Iglesia, a hombres y mujeres que nosotros consideramos perdidos.

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