¿Vas
a tener envidia porque yo soy bueno?
En los últimos años de su vida, el
gran teólogo alemán K. Rahner utilizaba con frecuencia una expresión un tanto
rebuscada para designar a Dios. En vez de nombrarlo directamente, prefería
hablar del «Misterio que de ordinario llamamos Dios». De esta manera,
según él, intentaba hacer notar que «no debemos poner bajo el nombre de Dios
cualquier cosa: un anciano de barbas, un moralista tirano que vigila nuestra
vida o algo semejante». Decimos con razón que Dios es «misterio
insondable», pero hemos de confesar que muchas veces los creyentes, incluidos
los sacerdotes, hablamos de Él como si lo hubiéramos visto y conociéramos
perfectamente su modo de ver las cosas, de sentir y de actuar. Lo peor es
que, al encerrarlo en nuestras visiones estrechas y ajustarlo a nuestros
esquemas, terminamos casi siempre por empequeñecerlo. El resultado es, con
frecuencia, un Dios tan poco humano como nosotros y, a veces, menos
humano. Son bastantes, por ejemplo, los que sólo creen en un Dios cuyo
quehacer esencial consiste en anotar los pecados y méritos de los hombres para
retribuir exactamente a cada uno según sus obras. ¿Podemos imaginar un ser
humano dedicado a esto durante toda su existencia? Dios queda convertido
entonces en una especie de «ordenador», de memoria prodigiosa, que va
almacenando todos los datos de nuestra vida para hacerlos aparecer en pantalla
en el momento de la muerte. Este Dios no tiene corazón. Es tan pequeño y
peligroso como nosotros. Lo más seguro es «estar en regla» con Él, cumplir
escrupulosamente los deberes religiosos y acumular méritos para asegurarnos la
salvación eterna. La parábola de «los obreros de la viña» introduce una
verdadera revolución en la manera de concebir a Dios. Según Jesús, la bondad de
Dios es insondable y no se ajusta a los cálculos que nosotros podamos
hacer. Dios no hará injusticia a nadie. Pero, lo mismo que el señor de la
viña hace con su dinero lo que quiere, sin que nadie tenga derecho a protestar
envidiosamente, así también Dios puede regalar su vida, incluso a los que no se
la han ganado según nuestros cálculos. Hemos de aprender una y otra vez a
no confundir a Dios con nuestros esquemas religiosos y nuestros cálculos
morales. Hemos de dejar a Dios ser más grande que nosotros. Hemos de dejarle
sencillamente ser Dios. Tenemos el riesgo de creer que somos cristianos
sin haber asumido todavía ese mensaje que Jesús nos ofrece, de un Dios cuya
bondad infinita llega misteriosamente hasta todos los
hombres. Probablemente, más de un cristiano se escandalizaría todavía hoy
al oír hablar de un Dios a quien no obliga el derecho canónico, que puede
regalar su gracia sin pasar por ninguno de los siete sacramentos, y salvar,
incluso fuera de la Iglesia, a hombres y mujeres que nosotros consideramos
perdidos.
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