Una sentencia, por ejemplo, afirma que es un ‘daño’ no haber dado un buen diagnóstico prenatal a los padres porque así no les permitieron optar por el aborto de un hijo enfermo. Otra sentencia indica que los enfermos pueden pedir la eutanasia en determinadas condiciones. Otra impide la libertad de conciencia y obliga al personal sanitario a llevar a cabo abortos si se respetan las leyes vigentes, aunque algunos médicos o enfermeros consideren tales intervenciones como contrarias a la auténtica deontología médica.
Tras sentencias de este tipo y parecidas, explota el debate. Unos afirman que la decisión judicial habría dejado definitivamente en claro quién tenía razón y quién no. ¿No se pidió la intervención de un tribunal precisamente para superar la disputa y determinar lo justo?
Pero las cosas no son tan sencillas. Hay que recordar que los jueces (dejamos de lado el tema de su honestidad personal, que merecería otro artículo) están vinculados al ordenamiento jurídico vigente, a las leyes concretas del propio país o a acuerdos internacionales ratificados por el propio Estado.
¿Qué ocurre cuando las leyes no son justas? Una sentencia formalmente ‘perfecta’, que aplique con imparcialidad las normas vigentes al caso concreto, puede caer en el absurdo de decir que es correcto lo que va contra la justicia, precisamente porque la ley respetada no garantiza derechos fundamentales de los seres humanos implicados.
Otro tipo de situaciones se produce cuando un tribunal dictamina en contra de una ley justa y a favor de un acto claramente injusto. Por ejemplo, cuando se declara que una determinada pareja tendría derecho a la fecundación artificial sin que tal derecho tenga ningún soporte real en la legislación vigente de un Estado concreto. En este caso, la sentencia es injusta tanto desde el punto de vista formal (contra las leyes vigentes) como desde el punto de vista de contenidos (contra la justicia que está por encima de las leyes positivas).
Frente a este tipo de situaciones, es importante recordar un criterio que jamás puede ser dejado de lado: no todo lo que es legal (en el sentido de aprobado por las leyes de Estados concretos) coincide con lo que sea justo y correcto. Por lo mismo, el debate que suscitan ciertas sentencias sería algo incompleto y cojo si no existe una voluntad concreta por debatir previamente ciertas propuestas políticas que cristalizan en leyes inicuas para que tales leyes sean denunciadas y sanadas en sus aspectos más dañinos.
No podemos vivir siempre ‘detrás’ de sentencias. Lo urgente es intervenir en las raíces de los problemas. Habrá sentencias injustas mientras existan leyes injustas y acuerdos internacionales vinculantes injustos. Cuando existen tales leyes, no estamos ante un verdadero Estado, sino ante un sistema de poder que se asemeja, según la fórmula ya usada en su tiempo por san Agustín (tras una historia atribuida a Alejandro Magno), a un execrable latrocinio, en el que el rey (las autoridades y los parlamentos) es simplemente un pirata a gran escala (cf. La ciudad de Dios, 4,4).
Por eso resulta irrenunciable trabajar seria y eficazmente para que los Estados y los organismos internacionales adquieran su verdadero valor desde el respeto del derecho fundamental básico: el de la vida de todos, sin discriminaciones. FP
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