El tiempo de Navidad nos ofrece todos los años la oportunidad de celebrar a la Sagrada Familia. Una fiesta hermosa que celebra también a toda familia humana, «sueño de Dios para su amada creación» (Papa Francisco).
Hoy se nos invita a contemplar el pasaje del Evangelio en el que Jesús, María y José se dirigen a Jerusalén con ocasión de la fiesta de la Pascua. En este rico episodio encontramos muchos elementos que iluminan nuestra propia vida y realidad familiar. De modo sencillo y breve intentaremos reseñar algunos de ellos. En primer lugar notemos que el Evangelio nos dice que José y María «iban todos los años a Jerusalén» y ese año lo hicieron llevando consigo a Jesús que ya tenía doce años. María y José son personas que valoran y siguen las costumbres y tradiciones de su pueblo. Observan la Ley, están enraizados en la historia y la vida del pueblo al que pertenecen y por sobre todo son personas religiosas (en el sentido más rico y auténtico del término). Eso no los hace ser cucufatos ni ‘enchapados a la antigua’. No se trata de eso. De lo que se trata es de aprender a valorar en todo lo que tienen de bueno las tradiciones del pueblo y la cultura a la que pertenecemos y en la que nuestra familia vive. La identidad, la historia, las costumbres son una riqueza que da solidez a la vida familiar antes que un lastre que nos ata al pasado. En ese marco, la vivencia de las tradiciones religiosas cobra una particular importancia, como lo hemos vivido por ejemplo en estos días de Navidad.
Un segundo elemento surge de la pregunta: ¿Cómo se les pudo perder Jesús a María y a José? Con la conciencia que tenían —quizá no plena pero sí suficiente— de quién era Jesús, ¿cómo ‘dejaron’ que se pierda? Varios autores espirituales comentan que en este tipo de viajes era costumbre que los niños hicieran el camino en compañía de parientes cercanos a la familia. Por eso se explica que María y José pudieron hacer un día de viaje y recién entonces darse cuenta de que Jesús no estaba con ellos. A sus doce años, Jesús gozaba de una sana libertad por parte de María y de José. Como padres de un niño que sabían era el hijo del Altísimo, seguramente le procuraron todos los cuidados posibles pero no cedieron a la tentación de tenerlo totalmente sobre protegido. Como madre, consciente de haber traído al mundo al esperado de los tiempos, María podría haber optado por nunca despegarse de su hijo, por no quitarle un ojo de encima ni un segundo. ¿Cómo arriesgar tan gran tesoro a ellos confiado? Y sin embargo, María arriesga. No para poner a Jesús en peligro sino para ofrecerle el espacio requerido para que crezca como persona. Y de José se puede decir algo semejante. ¡Qué responsabilidad la del padre adoptivo del Hijo de Dios! ¿No tenemos aquí una gran lección en relación a la educación de los hijos?
«Hijo mío, ¿por qué nos has hecho esto? Piensa que tu padre y yo te buscábamos angustiados», le dice María a Jesús al encontrarlo en el Templo. ¡Qué angustia debieron haber sufrido! Difícil de imaginar. María y José vivieron —como todo papá y mamá— las angustias de ser padres. En este pasaje se nos relata una: pensaron haber perdido a su hijo. Y hay otros como el no haber encontrado un sitio digno para que María dé a luz al Niño; o la huida a Egipto por la amenaza a la vida del recién nacido. ¿Cuántas otras habrán tenido que no han sido recogidas en el Evangelio? La Familia de Nazaret, aquella escogida por Dios mismo para nazca su Hijo, no se libró de las dificultades, angustias, carencias y dolores que toda familia experimenta. José y María conocieron muy bien esas circunstancias y eso debe ser un aliento para comprender con ojos de fe las dificultades que nos tocan vivir, para confiar en Dios y para pedirles a ellos que nos ayuden. Todo padre en dificultades puede rezarle a José sabiendo que él también fue curtido en ellas; toda madre puede dirigirse a María confiando en que Ella vivió sus propias penurias y sabrá entenderla y hacer todo lo posible por ayudarla.
Finalmente, la Sagrada Familia nos enseña en las palabras de un Niño de doce años la lección quizá más importante de todas: Dios debe ser el centro de toda la vida familiar. Y lo será cuando sea también el centro de la vida personal del padre, de la madre y de los hijos. Quizá esa sea una de las tareas más difíciles en las que los padres tienen que educar a sus hijos. Aprovechemos la celebración de esta fiesta de la familia para hacer lo que nos enseña María: meditar y conservar la Palabra de Dios de modo que el Niño Jesús vaya creciendo en estatura y gracia también en nuestro corazón y seamos así cada vez más semejantes a Él. Ello, sin duda, redundará en beneficio de nuestra vida familiar.
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